Introducción
Antes que nada, quiero expresar mi gratitud a los alumnos Oscar Leyva y Giovanni Ramírez -estudiantes del segundo año de la Facultad de Filosofía de esta Universidad- por la invitación que me han dirigido para participar en esta celebración del Día Internacional de la Filosofía con el tema específico La “crisis” de las Humanidades. Agradezco, sobre todo, la gentileza de haber considerado que las palabras de este profesor universitario puedan decir algo importante a todos ustedes en el encuentro de esta mañana y, por ello, ser de algún provecho para alguien. Mucho me complacería que así fuera.
Quisiera comenzar haciendo hincapié que cuanto aquí va a ser dicho en este recinto tiene el carácter de un mero “punto de vista” sobre un fenómeno humano sumamente complejo y difícil y, por lo tanto, no se presenta con las credenciales de absolutez y exhaustividad. Se trata únicamente de reflexiones pronunciadas en voz alta que tienen el riesgo de ser parciales y fragmentarias.
De cualquier forma, la experiencia estética de las obras de arte con frecuencia enseña que, entre los muchos “puntos de vista” posibles con que se puede atender a un determinado objeto artístico, hay algunos que por su posición privilegiada permiten una cabal contemplación del mismo y una valoración más adecuada de su presencia. Quisiéramos albergar la esperanza de que nuestro personal “punto de vista” sobre La “crisis” de las Humanidades tenga una índole semejante para todos ustedes.
I
Cuando se escucha hablar de la “crisis” de las Humanidades la primera cosa que viene a la cabeza de una persona es pensar en la escasa afluencia de estudiantes que determinadas carreras profesionales van teniendo en el ámbito de las Universidades. En la actualidad cada vez son menos las personas que se aventuran a cursar estudios universitarios como historia, literatura o filosofía -por mencionar tres ejemplos- y se abocan sin ninguna vacilación a las que están más en boga o tienen mayor demanda. Y las pocas personas que tienen el arrojo de asumir tan importante decisión muchas veces lo hacen sin la conciencia clara de qué han de encontrar en estas disciplinas o para qué habrá de servirles en el transcurrir de su vida.
Igualmente, la segunda cosa en la que instintivamente piensa una persona al oír hablar de la “crisis” de las Humanidades es en la necesidad que puede tener un mundo cada vez más globalizado y tecnocrático de disciplinas como las anteriormente indicadas y en las ventajas que se desprenden para este mismo mundo de su existencia. Por doquier se levanta cada vez más la sospecha de si la relevancia social y cultural que otrora tuvieran los estudios humanísticos en el mundo moderno ha finalmente alcanzado su término y si no ha llegado, más bien, la hora de sustituirlos por otros más eficientes, acordes a las necesidades inmediatas de la época. De cara a las necesidades actuales del mundo, las Humanidades parecen ser, más bien, “obsoletas”.
La tercera cosa en la que repara la mente de una persona cuando escucha hablar a su alrededor de la “crisis” de las Humanidades es en la situación lamentable en la que, por desgracia, se encuentra en mundo en el que vivimos. Nuestro momento histórico no podría ser más sombrío y desalentador: por todos lados hay invasiones injustas, guerras ridículas, atentados abominables, secuestros violentos, prepotencia policíaca, justicia arbitraria, indolencia política, corrupción generalizada, degradación creciente. Es como si de pronto todo el universo moral y espiritual que desde siglos atrás se había levantado al amparo de las Humanidades y que congregaba a los hombres en un admirable orden social y político de pronto se hubiera venido abajo como los famosos rascacielos o el conocido trasatlántico. ¡Tan profunda es la “crisis” que padecen las Humanidades!
II
Aunque estas tres imágenes que concibe un hombre en su espíritu acerca de la “crisis” de las Humanidades no están del todo alejadas de la realidad porque expresan precisos problemas, son todavía incompletas y presentan el peligro, por ello, de confundir la inteligencia y apartarla de las verdaderas cuestiones. Esto puede observarse en la manera tradicional con que se ha intentado dar cuenta de cada una de estas exigencias.
Por ejemplo, comúnmente se piensa responder a la cuestión que suscita la primera imagen sobre la “crisis” de las Humanidades haciendo de los estudios humanísticos ámbitos del saber más “atractivos” para los estudiantes universitarios. Entonces se buscan, por un lado, “nuevos” temas, problemas “actuales”, cuestiones “urgentes” como contenidos y, por el otro, métodos “modernos”, dinámicas “interactivas”, con aplicaciones “prácticas” y resultados “medibles”, para su correcta exposición. Todo ello acompañado, además, de un cuidada “estrategia” de promoción vocacional y captación de recursos.
Sobre la cuestión que suscita la segunda imagen de la “crisis” de las Humanidades, parece que la proliferación de sagaces políticos, hábiles administradores, capacitados pedagogos, eficaces terapeutas y, en general, expertos profesionistas, marca el nuevo rumbo que ha de seguir la modernización de los estudios humanísticos de cara a los retos del mundo presente. Si de alguna manera quieren recuperar el prestigio que en otro tiempo tuvieron y el lugar que les corresponde en la trama de la sociedad moderna deben, ante todo, “profesionalizarse” y volverse “competitivos”. De hecho, incluso, el leve repunte que en los últimos años han tenido las Humanidades en el mundo moderno se debe precisamente a las nuevas versiones de las mismas -como “psicologías humanistas”, “pedagogías centradas en la persona”, “reingenierías humanas” y “desarrollos humanos”- alejadas de las oscuras elucubraciones filosóficas, las discutibles interpretaciones históricas y las relativistas tendencias estéticas literarias.
La proliferación, en cambio, de infinitos cursos, talleres y diplomados sobre educación en valores, crecimiento en las virtudes, formación integral, sanación interior, manejo de estrés, programación neurolingüística, mejora en la calidad de vida o de elaboración de proyectos de vida es la respuesta que se ha venido fraguando recientemente a la cuestión que plantea la última imagen de la “crisis” de las Humanidades, para recuperar la “armonía” y la “estabilidad” humanas que de un tiempo a la fecha se ha perdido en todas las sociedades del mundo. Los hombres de todas partes necesitan volver a los “eternos principios” de la vida, a la “sabiduría” que está en el origen de todas las cosas, y el mejor camino con el que cuentan es el que tiene lugar a través de todos estos recursos.
Sin restar importancia en ningún momento a cada una de las soluciones adoptadas tradicionalmente ante la “crisis” de las Humanidades nosotros nos proponemos aquí hacer un planteamiento distinto. Pensamos que para hablar adecuadamente de la “crisis” de las Humanidades es necesario, primero, aludir a la “crisis” del sujeto humano que la prepara, a la “crisis” de la educación que la difunde y a la “crisis” de la Universidad que la acentúa. Sólo así se podrá entender qué es lo que realmente está en “crisis”.
III
En medio de todos los seres del universo, el hombre representa como la diezmilésima parte de todo cuanto existe, una minúscula partícula perdida en la inabarcable inmensidad del cosmos; de aquí proviene la imperiosa necesidad del hombre de conocer el “puesto” singular que ha de ocupar en la existencia, que pone en juego toda su sensibilidad humana y el empuje de su libertad, que domina el ámbito entero de su conciencia y pone en marcha la dinámica de su pensamiento a través de la pregunta: “Y yo ¿qué soy?”.
El hombre es el único “punto” donde la infinita variedad de la todas las cosas -el cielo, el mar, las estrellas- emerge como conciencia de sí a través de su mirada interrogante. Para el hombre, incluso la posibilidad de “abrazar” radicalmente la realidad en todas sus vicisitudes como indicio de una misteriosa “positividad” y construir sobre ella como un auténtico sujeto un mundo y toda una cultura, emerge de aquí.
Por ello no es posible considerar esta pregunta como “abstracta”, tampoco “inútil” y, mucho menos, “obvia”. En ella emerge el núcleo originario de donde brota la impronta personal del hombre, su “rostro” humano, y lo que sustenta todo el peso y dignidad de su existencia: su corazón.
El “corazón” no es simplemente una metáfora poética; se trata, más bien, del mismo “yo” del hombre pero en cuanto exigencia de felicidad y, por lo tanto, de verdad, de bondad, de justicia, de belleza, de orden, de sentido porque, en el fondo, no hay felicidad auténtica que no implique todos estos reclamos. El corazón del hombre es, en última instancia, exigencia de “infinito” y, por lo mismo, también de “eternidad”. Por eso es el factor de unidad y de identidad de toda su persona.
No obstante, la experiencia que de sí tiene el hombre moderno es totalmente otra. La pregunta que en otros tiempos devolviera continuamente a los hombres la memoria y la conciencia de sí mismos ha desaparecido; la unidad originaria de su yo se encuentra “fracturada” en múltiples fragmentos, imposibles de recomponer con algún sentido; la dinámica de sus operaciones fundamentales -como el entendimiento, el afecto y la voluntad- se encuentran atrofiadas para el ejercicio adecuado de su humanidad en el horizonte de la existencia. El hombre experimenta dramáticamente en su ser aquella esquizofrenia con la que los hombres antiguos denominaban sabiamente la “descomposición del corazón” y de la que proviene su permanente infelicidad.
Un indicio de ello es la incapacidad cada vez más alarmante que tiene el hombre de pensar. Paradójicamente, la “ausencia de pensamiento” conduce al hombre no tanto a no poner en movimiento el complejo funcionamiento de su mente, sino en impedir la adecuada aproximación de ésta a la experiencia, acto por el cual se revela a ella la imponencia ontológica de la realidad. Sin el bagaje de la experiencia la mente humana no concibe el sentido de la realidad en su conciencia, sino los engendros demoníacos de sus propios esquemas mentales; sustituye inconscientemente la misteriosa “palabra” del ser por el producto vacío de sus suposiciones, hipótesis, teorías y explicaciones, que pocas veces conducen la inteligencia a la verdad y lo hacen vivir, más bien, en las redes sus prejuicios.
La “ausencia de pensamiento” ha dejado al hombre, además, desprovisto del importante arsenal de distinciones fundamentales -como “evidencia” y “no evidencia”, “ser” y “apariencia”, “bien” y “mal”, “justo” e “injusto”, “correcto” y “conveniente”, “bello” y “agradable”- con las que antes solía hacer frente a la infinita riqueza de lo real, dejándolo inerme ante a las vicisitudes de la vida. Así, en lugar de lanzarse a la aventura de comprender el mundo y sus estructuras elementales, los misterios del ser y los significados de la existencia, el pensamiento del hombre es continuamente neutralizado por el corrosivo influjo del ambiente social, confundido por la prepotencia invasiva de los medios de comunicación y victimado por la estúpida banalidad de los políticos.
El otro indicio que constata la dramática situación del hombre moderno es la terrible “dispersión” que experimenta de su memoria. Más que una facultad humana, la memoria es el “principio de identidad” del hombre, porque le permite el reconocimiento de sí a través de la infinita variedad de hechos y circunstancias dadas en la continua fluctuación del tiempo. Por la memoria el hombre sabe que siempre es “el mismo” a pesar de que en la diversidad de los acontecimientos de la vida nunca es “lo mismo”.
La vorágine de la vida cotidiana pone en evidencia cómo los hombres de ahora son seres sin memoria, porque la infinita variedad de hechos y circunstancias que le acontecen sin cesar ponen con frecuencia en cuestionamiento la magra cohesión de su identidad individual. De esta manera, no resulta en absoluto sorprendente que el hombre que por la noche se entrega al sueño sea por completo distinto al que por la mañana se levanta, después de haber pasado por un sin fin de vicisitudes. El hombre conoce todo aquello, pero no se reconoce a sí mismo en todo aquello. A cada instante es “esto”, “aquello” y lo “otro”, pero no “él mismo”.
La memoria permite en el hombre, además, el encuentro de la fugacidad del presente con la estabilidad del pasado, indispensable tanto para la constitución de aquella unidad del tiempo humano que se llama “historia”, como para la realización de aquel acto de conocimiento personal que se llama “experiencia” y la vinculación del sujeto individual con la herencia universal de los demás hombres que se llama “tradición”.
Pero sin la memoria, en lugar de “historia” como revelación del ser en el tiempo sólo habría para el hombre el inexorable devenir del tiempo, que todo lo corrompe, en el cual puede haber espacio para la evolución de una vida, pero no para el desarrollo de una existencia humana; asimismo, la inteligibilidad de un suceso nuevo perdería toda su capacidad de generar un conocimiento en el hombre al no tener el “reconocimiento” del mismo a través de lo ya sabido y asimilado a través del tiempo; igualmente, sin la compleja estructura de valores y de significados, de experiencias y reflexiones que componen la rica “tradición” humana el hombre estaría prácticamente solo para proyectar su vida; partiría siempre de nada, inventándolo todo.
IV
Se entiende por educación la “introducción de un hombre en la realidad”. Esta “introducción” en la realidad tiene lugar para el hombre, en primera instancia, por el factum radical del nacimiento; pero es sólo hasta la develación del sentido de las cosas, de las relaciones entre estas cosas y de los acontecimientos que a ellas ocurren que el hombre deviene consciente de la realidad en cuanto “totalidad” y no meramente de una suma infinita de fenómenos naturales. Esto tiene lugar en la vida de cada hombre a través de la presencia, compañía y abrazo originario que otorgan ambos padres a su existencia, mediante los cuales se torna evidente a su experiencia de hombre -y no sólo a su entendimiento- el significado de “todo”: del mundo y de sí mismo; en especial del puesto singular que ha de ocupar en el mundo.
El camino natural que sigue esta “introducción de un hombre en la realidad en cuanto totalidad” obrada por los padres es conduciéndolo de forma cada vez más plena al encuentro de las cosas y sucesos del mundo, a la experiencia efectiva de la vida presente en todas sus vicisitudes, sin censurar ninguna; pero, a su vez, es poniéndolo en relaciones cada vez más fecundas y estables, prolongadas y críticas con el pasado que lo sustenta, la tradición que lo orienta, la memoria viva de su pueblo, que es también la de los padres mismos. Sin lo primero no habría “novedad” en la existencia de cada hombre; sin lo segundo, empero, faltaría la posibilidad de “comprender” su significado y, principalmente, su misterio.
La “crisis” de la educación comienza precisamente cuando esta “introducción en la realidad en cuanto totalidad” -en las dos direcciones antes especificadas- deja de obrarse concretamente en la vida de cada hombre: cuando la presencia, compañía y abrazo originario de los padres falta; cuando el encuentro con las cosas y sucesos de mundo deja de ser auténtica experiencia de su sentido para volverse mera acumulación de hechos y vivencias, estímulos y reacciones; cuando el pasado deja de ser una memoria orientadora en el horizonte del presente para volverse encadenamiento a un ritualismo estéril que simplemente se repite (tradicionalismo) o un devoto recuerdo muchas veces melancólico (romanticismo).
Esta “crisis” de la educación posteriormente es acentuada en el mundo de la escuela, cuando el hombre se enfrenta prácticamente solo a un universo de informaciones y de datos -previamente neutralizados de toda carga significativa- que únicamente se vuelven objeto de las interpretaciones más variadas, rigurosamente elaboradas, pero ninguna sin pretensión de unidad y de verdad. El resultado, entonces, es una inteligencia escéptica, una conciencia obtusa y una libertad arbitraria.
V
Las Universidades nacieron una tras otra hace nueve siglos con una intención bien precisa: desarrollar en el hombre de forma crítica y sistemática las experiencias originarias de la vida hasta la verdad de su formulación objetiva y la certeza subjetiva de su apropiación. Que esto era así lo comprueba el hecho de que, al lado de las Universidades como instituciones educativas, existían los gremios laborales que capacitaban a los hombres en la adquisición de las habilidades indispensables para el desempeño de ciertos oficios. Para responder a las necesidades inmediatas de la vida personal y social se acudía las artes serviles, que se desarrollaban en los gremios de trabajadores; para atender a las exigencias humanas de saber y de verdad, en cambio, se acudía a las artes liberales, que paulatinamente comenzaron a ser propiedad exclusiva de las Universidades. Mientras aquellas se movían en el plano de la vita activa del hombre, estas se desplegaban, más bien, en el plano de la vita contemplativa de su espíritu. La índole de unas era el negotium; la de las otras, por el contrario, el otium.
Ha sido con el paso de los siglos que esta concepción inicial de las Universidades se fue modificando radicalmente hasta convertirse en lo que ahora son: centros (no siempre) altamente calificados de preparación profesional, a los que un hombre puede acudir para elegir la que le conviene entre un abanico inmenso de carreras puestas a su disposición, desde la más compleja hasta la más ramplona, siempre de acuerdo a la necesidad del mercado.
Dramáticas transformaciones sociales, continuas evoluciones políticas y cambios en las estructuras económicas a través de la historia han llevado a las Universidades en los últimos años desde el extremo de las sangrientas revueltas promovidas por las ideologías hasta la más terrible banalidad de estudios sin contenido, cuya más grande dificultad consiste en sortear las peripecias de sus elevados costos. Pero en ambos extremos, la búsqueda apasionada de la verdad y la exigencia de su investigación rigurosa han brillado por su ausencia. Sólo allí donde débilmente un cierto complejo de culpabilidad ha asomado por tan terrible omisión se ha intentado subsanar semejante laguna con cursos de “liderazgo”, materias de “formación” e incluso diversas actividades “pastorales” complementarias a la carrera en cuestión, que únicamente hacen más lenta y tortuosa la agonía de esta pérdida.
Estimado profesor Ramón:
No pude evitar la tentación de responder a la reflexión que tan apasionadamente ha sabido hacer sobre la “crisis” de las Humanidades:
La búsqueda de practicidad dentro del ámbito académico y profesional es un fenómeno que se obliga a existir a sí mismo. Es cierto que gran parte de esta realidad se basa en el “cambio rápido”, pero la evolución es un atributo inexorable de la realidad. ¿Cómo podemos atentar contra las leyes de la naturaleza? Porque el ser humano es naturaleza, está sometido a sus leyes y no puede evitar la evolución. Tampoco puede controlarla como puede hacerlo con gran parte de sus atributos naturales.
Cuando vemos el fenómeno de la evolución del mundo, como usted sabiamente lo ha dicho “no podemos simplemente verlo”, debemos afrontarlo y participar en él. Acaso sea una corriente que nos arrastre si no nadamos. La realidad, en su proceso evolutivo, le va presentando demandas al único ser que ha sido capaz de ir más allá de los comportamientos automatizados y determinados. Así surge la necesidad de adaptar nuestro quehacer a esas demandas. Y cuando requiere resultados, no podemos proscribir a la praxis bajo el amparo de la “comprensión errónea de lo humano”. No cuando la praxis se desarrolla a la luz del conocimiento que, aunque perfeccionable, levanta la voz de la lucha y el esfuerzo.
Siguiendo esta idea, no considero a la Pedagogía, y mucho menos a la Psicología como disciplinas cuya existencia se desarrolle al margen de los entes fundamentales de la existencia. Es más, los abarcan en la medida en la que les es posible hacerlo. De hecho, se valen de ellos para desarrollar sus funciones. ¿Acaso debemos a Skinner, Watson o Dewey la mala fama de la que gozamos los psicólogos con sus lentes positivistas y su conductismo clásico? ¿Acaso es por su Pragmatismo?
La mala comprensión de la Psicología y Pedagogía estriba en una falta de conocimiento radical de las mismas. Jamás podrán pasar por alto los fundamentos literarios, históricos y filosóficos de la humanidad, y si algún día lo hicieran, la extinción será su destino. Preguntémosle a la realidad de cuánto tiempo se requiere para que una disciplina logre existir en forma, pues sin duda es ella, en toda su complejidad, quien nos manda.