–Reflexiones sobre “filosofía del hombre” y “estética filosófica”–
Quiero agradecer al Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos (ISEE) la invitación que me ha hecho a través de la persona del profesor Amedeo Orlandini Zanni para participar en el encuentro de esta mañana con la presente comunicación.
Mucho me complace que una institución tan importante como ésta haya considerado el tema de la “belleza” como un problema filosófico fundamental para la comprensión adecuada de la realidad y del hombre mismo y no sólo una cuestión confinada al campo de las discusiones estéticas especializadas.
En efecto, no es posible designar la belleza como “resplandor” sin aludir con ello -al menos implícitamente- a la realidad en la cual tiene su origen y que de alguna manera revela en su estructura más íntima. Tampoco es posible señalar la belleza como “herida” sin apuntar con ello al corazón del hombre que es tocado en los pliegues más profundos de su propio ser al tomar conciencia de esta inefable presencia.
A lo primero los hombres antiguos llamaban splendor formæ, esto es, “manifestación de la forma” o también “revelación del ser”, pues el acto de ser que, por decir así, “estampa” e “introduce” en la realidad a todas las cosas, adviene a ellas a través de su constitutivo formal; a lo segundo, en cambio, le denominaban id quod visum, placet, o “complacencia interior por aquello que es visto”, donde la palabra “complacencia” hace alusión, en sentido muy amplio, tanto al “agrado” que experimenta el hombre por la presencia de la belleza como a la “conmoción” que ésta suscita en lo más profundo de sus afectos. Mientras el “resplandor” pone en evidencia la dignidad metafísica que tiene toda auténtica belleza, la “herida” que suscita, por su parte, pone en claro el carácter eminentemente antropológico que posee.
No quisiera comenzar mi exposición sin antes hacer pública mi gratitud a Mons. Luigi Giussani -fallecido lamentablemente a principios del presente año- por la discreta paternidad que supo ejercer a la distancia del tiempo y del espacio sobre mi persona ya que, a través de sus incontables libros y diversidad de intervenciones, condujo mi inteligencia a lo largo de quince años a una peculiar comprensión de la realidad por medio de ricas intuiciones y sugerencias intelectuales, abriéndola cada vez más a perspectivas siempre nuevas. De hecho, cuanto va a ser dicho esta mañana tiene su origen más inmediato en la morosa meditación de sus escritos -que no son propiamente de carácter “científico” ni frutos de un “intelectual” dedicado a la docencia- que al estudio de las teorías actualmente vigentes acerca de la belleza y la experiencia estética de ésta.
Es precisamente en una de las últimas obras que todavía publicó en vida -y que se cuenta entre las más profundas y bellas- donde aparece la curiosa expresión que en parte da título a la presente comunicación y determina, por así decirlo, todo su contenido: el “sentimiento de las cosas”.[1] Nos referimos al libro Tutta la terra desidera il tuo volto.[2]
Al explanar en su obra -compuesta de breves comentarios a diversos himnos y oraciones de la tradición cristiana- el hermoso canto Eterno creatore del mondo[3] que los monjes trapenses de Valserena entonan en su liturgia matutina, Giussani observa con agudeza cómo los hombres somos un continuo vaivén de múltiples estados anímicos que, en su diversidad, ponen de manifiesto la dura experiencia de la vida -dolor, alegría, gusto, amargura, desilusión, indiferencia, pasión- y, por ello, también la enorme necesidad que tenemos del descanso reparador de cada la noche, para poder continuar al día siguiente con nuevo brío nuestro camino humano. Cuando este descanso acontece adecuadamente y a la mañana siguiente el sueño se aparta de nosotros -señala- el primer sentimiento que nos invade es, entonces, el “sentimiento de las cosas”.[4]
¿Qué significa este “sentimiento de las cosas”? ¿Cuál es su específica naturaleza? ¿Qué factores constituyen su estructura propia? ¿En qué consiste su intrínseca importancia? Sobre todo ¿qué relación guarda con lo que sencillamente damos el nombre de “belleza”?
Para aproximarnos intelectualmente al sentido de esta fórmula forjada por Luigi Giussani será necesario considerarla desde los diferentes puntos de vista que ella misma sugiere cuando se la aborda con mayor detenimiento.
En la expresión “sentimiento de las cosas” lo primero que se pone de relieve es que se trata de un sentimiento de las cosas; sólo con posterioridad se advierte que se trata del sentimiento de las cosas. Aunque por esencia consiste en un fenómeno unitario, no escindible, orgánicamente unificado, es un dato que puede ser recorrido por la mente con algún provecho a partir de cada uno de estos caminos, con tal que no se pierda nunca de vista la unidad originaria del mismo. Este será el itinerario que habremos de seguir a continuación nosotros en las siguientes reflexiones.
I
La fórmula de Giussani -el “sentimiento de las cosas”- hace referencia, ante todo, a la evidencia de una presencia.[5] Ésta indica que, más allá del hombre, del dominio de su conciencia, del ámbito de la subjetividad por la que vive consigo mismo, están “las cosas”: entidades objetivas que ostentan el peso específico de todo cuanto existe, de cuanto tiene consistencia ontológica y no sólo psicológica. En una palabra, presencia del “ser” y no de meras “apariencias”.[6]
Se trata, en sentido estricto, de “las cosas” -tomada la palabra con toda la fuerza expresiva de su etimología latina- y no simplemente de las facticidades materiales de las que habla todo el tiempo la ciencia moderna o de las objetividades puramente intencionales de la actividad de la conciencia, a las que tanto alude cierta filosofía contemporánea. La primera concepción reduce “las cosas” a puros conglomerados de propiedades materiales y meros amalgamientos de cualidades sensitivas, reducidas a unidad sintética únicamente por la posterior actividad del intelecto que las piensa; la segunda concepción, en cambio, reduce “las cosas” a simples correlatos inmanentes de una conciencia trascendental constituyente; esto es, el cogito puro.
Al despertar, entonces, cuando el sueño apenas se aparta de nosotros, lo primero que los hombres sentimos son “las cosas”: unidades objetivas dotadas de consistencia y de sentido.[7] El sentimiento vivenciado dentro de nosotros es testimonio de su presencia y su presencia es testimonio de su consistencia; la evidencia es el lenguaje que habla el “ser” en nuestra subjetividad a través del sentimiento. Sin “las cosas”, incluso el sentimiento mismo experimentado dentro de nosotros correría el terrible riesgo de perder su sentido propio, como si fuera una mera fluctuación del estado de ánimo, que tiene lugar dentro de nosotros sin ningún motivo.
Con todo, el sentimiento experimentado por los hombres no es únicamente de la presencia de “las cosas”; en muchas ocasiones consiste también en la plena conciencia de su riqueza cualitativa y su diversidad formal. Cada cosa deja sentir en nuestro interior el “acento propio” de su originalidad particular, el “calor específico” de su contenido propio, que no es nunca semejante al de otra cosa. Además, la realidad misma es todo un “mundo”, un “universo” donde cada cosa al lado de otra es única y distinta, aunque pertenezcan muchas de ellas a la misma especie.[8]
Si bien ya las diversas aprehensiones de nuestros sentidos dan cuenta de la inmensa pluralidad de datos que provienen de este “mundo”, de este “universo” es, en última instancia, en nuestro sentimiento donde estos datos revelan toda su riqueza cualitativa y diversidad formal, por cuanto que son “cosas” específicas las que por él sentimos y no meramente cualidades sensitivas.
Los aspectos más distintivos de “las cosas” sobre la cuales da cuenta puntualmente nuestro sentimiento es el de su valor inherente y el de su rango ontológico particulares, que asignan a cada una un lugar específico en el vasto horizonte de la existencia. El valor inherente nos habla de la “importancia” intrínseca que corresponde por naturaleza a cada cosa, no supeditada en absoluto a la dinámica de nuestras necesidades particulares o al estrecho círculo de nuestras satisfacciones puramente subjetivas;[9] el rango ontológico, en cambio, indica el “puesto” que ocupa cada cosa en el orden jerárquico del universo y no solamente en el ámbito privado de nuestras preferencias.[10]
De hecho, la prueba objetiva que indica la “valiosidad” y la “preciosidad” inherente a cada cosa, su especial “dignidad” y “nobleza”, el exacto “nivel” que ocupa en la jerarquía de los seres, es la conciencia subjetiva del mismo sentimiento en cada hombre; son nuestros sentimientos vividos dentro de nosotros los que muchas veces nos revelan a nosotros mismos el valor que posee una cosa, el rango que le compete en el mundo a su ser.
Así pues, el sentimiento nos dice lo que son las cosas, lo que valen cada una, en qué se diferencian unas de otras, qué lugar ocupan individualmente en el contexto global de todas ellas y qué contenido particular poseen en sí mismas. Y todo ello, a través de la “reverberación interior” que suscitan dentro de nosotros, es decir, del sentimiento.[11]
II
Es interesante notar cómo Giussani no habla, propiamente, ni de una “reflexión” desarrollada por los hombres con relación a las cosas, ni de una “postura cognoscitiva” tomada por éstos ante la presencia de las mismas (como la certeza, la convicción o la creencia) en sus distintos grados de intensidad y duración. Tampoco hace alusión a ningún movimiento psíquico de la interioridad del hombre, próximo a la dinámica de su “apetito racional” o “voluntad” (como el deseo o el anhelo, la pretensión o la esperanza) dirigido hacia las cosas. Él hace referencia específica, más bien, a los “sentimientos” que todos nosotros experimentamos cuando, al despertar del sueño, nos damos cuenta de la presencia de las cosas.
Eso significa que el hecho denominado “sentimiento de las cosas” se encuentra a un cierto nivel específico de nuestra naturaleza constitutiva de hombres: el ámbito de la afectividad, esa dimensión estructural de nuestro ser donde nuestra humanidad continuamente “vibra”, se “sacude” y se ve “afectada” cuando toma conciencia de algo.[12]
De hecho, la afectividad constituye -más que el conocimiento o la voluntad, otras dimensiones fundamentales de nuestra estructura óntica- el “centro” propio de toda nuestra vida humana, el “núcleo” mismo de nuestra humanidad[13] pues, antes que seres pensantes o seres volentes -como muestra la experiencia más elemental de la vida ordinaria- los hombres somos seres que “sentimos”:[14] a cada instante nos conmovemos, nos alegramos y amamos; con frecuencia nos afligimos, nos entristecemos y odiamos. De manera positiva o negativa, de forma adecuada o inadecuada, siempre estamos experimentando dentro de nosotros lo que somos a través de aquello que “sentimos”.[15]
Ciertamente puede parecer un poco exagerado poner el ámbito de los afectos como representante primario de nuestra condición humana, incluso como determinación específica; pero un análisis más detenido del fenómeno puede mostrarnos, de suyo, que no es así.[16]
Cuando los hombres queremos poner de manifiesto las diferencias esenciales que nos separan de otras formas de vida y de subjetividad -como la de las plantas o los animales- ciertamente apelamos con mayor frecuencia a las dimensiones del entendimiento o de la voluntad que constituyen la estructura interna de nuestro ser, ya que ninguna de ellas es capaz de “aprehender” la realidad intelectivamente como nosotros[17] o de “instaurar” en ésta como nosotros una serie de tramas significativas no causales por el libre imperio de las voliciones;[18] pero, cuando tratamos de hacer énfasis -para nosotros mismos- de la nota distintiva de nuestra propia humanidad, a su núcleo último y definitivo, a la dimensión que siempre acudimos como representativa de nuestro propio ser es a la de la afectividad, con la cual -dicho sea de paso- ya nada se compara.
Pero el ámbito de los afectos no sólo revela la forma como hemos sido constituidos estructuralmente los hombres por la naturaleza; también pone de manifiesto el papel fundamental que juega en nuestra relación habitual con el mundo de las cosas. En efecto, aunque el entendimiento se “aproxima” a las cosas de manera excepcional cuando interroga e investiga, cuando penetra intuitivamente las esencias de éstas o reflexiona detenidamente acerca de ellas, y aunque la voluntad las hace “suyas” de una manera muy particular con las distintas formas de sus mandatos, el poderío inexorable de sus imperativos, los “sentimientos” que experimentamos los hombres con relación a las cosas se evidencian siempre como algo único e insuperable, porque implican un modo de relación sui generis con ellas.[19]
En los “sentimientos” -como afirman muchas veces los grandes poetas y filósofos- las cosas “hablan” a cada hombre el lenguaje específico de lo inmediato y lo concreto, de lo individual y cualitativamente diferenciado: el aire se revela “aire”, el agua, “agua”, el fuego, “fuego”, la tierra, “tierra”, el cielo, “cielo”, el árbol, “árbol”, la flor, “flor”, el hombre, “hombre”, etc.[20] Por los sentimientos, cada hombre “vivencia” de manera sui generis todas las cosas en sus adentros: “padece” su cercanía, “experimenta” su originalidad, “prueba” su ser y es “tocado” -a veces hasta lo más hondo de sí- por su presencia.
Si bien “las cosas” llaman ya prodigiosamente a las puertas de nuestra intimidad cuando ponen en marcha nuestros sentidos a través de los distintos actos de la percepción, una forma nueva de relación con ellas se instaura en nosotros cuando éstas “cimbran” nuestra humanidad, “mueven” nuestra alma, “sacuden” nuestro corazón, “impactan” nuestro ser, al desplegarse ante nuestra mirada con toda su grandeza y esplendor a través de nuestros “sentimientos”, es decir, cuando las sentimos.
III
Lo anterior quiere decir que los sentimientos, no obstante ser fenómenos humanos de naturaleza subjetiva, peculiares formas de “vibración” del ámbito de nuestra intimidad -en una palabra, “vivencias” psíquicas- no son, sin embargo, fenómenos humanos puramente subjetivos, meras “modificaciones” de nuestra índole interior o “manifestaciones” de las distintas situaciones objetivas por las que atraviesa cotidianamente nuestra vida psíquica, sino verdaderas relaciones de “encuentro” y “diálogo” de nuestro ser con el mundo de las cosas.[21]
En efecto, el sentido de la dinámica psicológica de todo auténtico sentimiento no radica ni en confinar al hombre a vivir en el hermético claustro de su conciencia ni en limitarlo a experimentar exclusivamente las continuas vicisitudes de su ánimo. Antes bien, tienen como cometido conducir al hombre siempre “más allá” de sí, a lo que es “distinto” y “otro” de su ser porque tiene una esencia y una existencia completamente autónoma: “las cosas”. Los auténticos sentimientos son siempre “trascendentes”.[22]
Aunque la diferencia es demasiado sutil y, por lo mismo, casi imperceptible, se puede decir que la naturaleza de los fenómenos humanos llamados “sentimientos” no consiste tanto en poner de relieve lo que interiormente “probamos” los hombres al margen de las cosas o por causa de las cosas -nuestras situaciones interiores- sino lo que las cosas “suscitan” en nuestro interior en razón de su presencia, de acuerdo a su grandeza y su valor. Pero que sea “sutil” esta diferencia no obsta para que sea radical e irreductible por esencia propia.
De hecho, es un abismo de distancia el que separa los simples “sentimientos del hombre” de los profundos “sentimientos de las cosas”. Tan grande, que incluso terminológicamente nos vemos empujados a llamar a los primeros “estados psíquicos” -tanto del cuerpo como del ánimo- para distinguirlos de los “sentimientos” en sentido estricto (que son, además, de naturaleza espiritual), por más que a veces el lenguaje ordinario suela emplear esta última palabra para designar indistintamente todo cuanto ocurre dentro de nosotros.[23]
Esa es la razón por la que no se podrán equiparar jamás el cansancio, la pesadez, el malhumor, la irritabilidad, el dolor, el embotamiento, el estrés, la depresión, la melancolía, que “vivimos” los hombres en el transcurso de nuestro deambular cotidiano -como manifestaciones psíquicas de nuestro cuerpo o de nuestro ánimo- con los sentimientos que “experimentamos” interiormente en nuestros encuentros significativos con las cosas, como la conmoción afectiva, la ternura y el estremecimiento del corazón. Ni siquiera en sus manifestaciones más “positivas” (como el relajamiento, la vivacidad, el buen humor, la lucidez o la euforia) estos “estados psíquicos” -tanto del cuerpo como del ánimo- son comparables en cualidad, riqueza y profundidad con los genuinos sentimientos; principalmente en la gran incidencia que tienen en la misma vida del hombre.[24]
IV
El “sentimiento de las cosas” al que Giussani apela es un sentimiento; y, sin embargo, no consiste para el hombre en puro “sentir”, mero “vivir”. También es -aunque “amorosa” y “cálida”- una forma de conciencia y, en cuanto tal, un fenómeno que está vinculado al ámbito del conocimiento humano.[25]
Los hombres que experimentan el “sentimiento de las cosas”, precisamente porque las “sienten”, pueden decir también que las “conocen”. Ciertamente: no con el conocimiento reflexivo de la mente, con el de las especies inteligibles abstraídas de cada entidad material concreta, sino con el acto por el que el espíritu se aproxima a la carne y a la sangre, a la vida misma del cuerpo, y “ve”; “siente” y, por eso, “intuye”.
La intuición[26] es el camino cognoscitivo por el cual un objeto despliega su naturaleza ante nuestro espíritu, donde la esencia de una cosa se presenta ante éste luminosa, profundamente inteligible y, sobre todo, necesaria. En la intuición una cosa “se dona” a sí misma a nuestra inteligencia en su “presencia original” y ésta la puede “aprehender” no ya por los rodeos que hace el razonamiento “desde fuera” de ella a través de la inducción o la inferencia, sino “desde dentro”, en su estructura interna. Pero, aunque es un fenómeno específico del ámbito del conocimiento, la intuición alcanza un “contacto” y “cercanía” únicos con las cosas cuando, a su vez, interviene en ella el “sentimiento”, porque entonces los hombres no sólo damos cuenta de la naturaleza constitutiva de éstas, sino también “palpamos” de alguna manera el valor que ostentan.[27]
Cierto pensamiento moderno ha acostumbrado nuestra mirada intelectual a concebir la intuición ciertamente como un fenómeno vinculado a la dinámica de los sentimientos, a la naturaleza de los afectos, pero no a la dinámica de la inteligencia y, por lo tanto, propiamente no vinculado al ámbito del espíritu. Pero esta concepción se debe más a una serie de “adulteraciones históricas” de carácter filosófico de la naturaleza espiritual del hombre que a una inequívoca aprehensión de los datos mismos de la experiencia acerca de éste.
La primera de estas “adulteraciones históricas” se encuentra en la escisión obrada del espíritu con el cuerpo y, por ende, en el extrañamiento del espíritu con todo aquello que tenga que ver con la carne y la sangre concretas de cada hombre. La segunda, en cambio, radica en la identificación indebida que normalmente se hace del espíritu con la inteligencia, como si la naturaleza espiritual del hombre pudiera ser comprendida enteramente en el ámbito óntico de su propio conocimiento. La tercera consiste en la reducción que se hace de la operatividad de la inteligencia a la pura actividad del entendimiento reflexivo, discursivo, raciocinante; esto es, a la ratio. De esta manera, si el “conocimiento” del hombre es considerado como rationalis, la “intuición” que está detrás de la aprehensión del valor de cada cosa no puede ser considerada más que non-rationalis, esto es, “irracional”, porque no es en absoluto discursiva o reflexiva. Todo ello hace, en última instancia, que el “sentimiento de las cosas” vivido por los hombres se torne “confuso”, “oscuro”, “impreciso”, “vago”, aunque nadie se atreva a negar en la experiencia misma su existencia e importancia.
Estas son las limitaciones que tienen, de alguna manera, todas las filosofías que tienen su punto de partida en las premisas cartesianas -dualistas y reductivas por esencia- y, por lo tanto, también las estéticas construidas inadecuadamente sobre ellas. En cambio, al no partir de las complejas especulaciones filosóficas heredadas por la historia, sino del candor que procede de un conocimiento genuinamente “ingenuo”, el punto de partida planteado por Giussani -el “sentimiento de las cosas”- resulta ser más evidente e incuestionable cuando se analiza fenomenológicamente la experiencia. De acuerdo a ella, ante nuestro sentimiento siempre hacen acto de presencia “las cosas” y un “conocimiento” específico tenemos de todas ellas cuando podemos constatar que las “sentimos”.
V
El “sentimiento de las cosas” es una fuente importante de las “dichas” y las “desdichas” que vivimos los hombres en nuestro caminar terreno, de nuestros “gozos” y de nuestras “aflicciones”, de nuestras “venturas” y “desventuras”, de nuestros “infortunios” y “regocijos” y, en una palabra, de los sentimientos de “felicidad” o de “infelicidad” que por su concurso experimentamos.
En efecto: cuando las cosas se “aproximan” a nuestra vida y “tocan” nuestro corazón con su presencia, también nos llenan de júbilo por su grandeza, nos colman de beatitud por su esplendor y nos hacen felices por su existencia. Por ello, todo nuestro ser exclama en el sentimiento de cada una: “¡Qué grande es que tú existas!”, “¡nunca había visto cosa semejante a esta!”, “¿cómo podría olvidarme de ti?”, aunque todo ello no llegue nunca a formularse con palabras.
Por su parte, ya la pura posibilidad de que una cosa así “sentida” en nuestro interior pueda dejar de existir por alguna causa, venga a ser oscurecida en su esplendor por una actitud determinada o haya de ser despojada de su grandeza por una pretensión innoble, es motivo suficiente para henchir de inmenso pesar nuestro corazón. Esto último es lo que testimonia la cantante mexicana Chavela Vargas cuando, en una de sus más famosas interpretaciones -que, curiosamente se intitula Las simples cosas– lastimeramente señala:
Uno se despide
insensiblemente
de pequeñas cosas
lo mismo que un árbol
que en tiempo de otoño
se queda sin hojas.
Al fin la tristeza
es la muerte lenta
de las simples cosas,
de esas cosas simples
que quedan doliendo
en el corazón.
Uno vuelve siempre
a los viejos sitios
donde amó la vida,
y entonces comprende
cómo están de ausentes
las cosas queridas.
Por eso, muchacha,
no partas ahora,
soñando el regreso,
que el amor es simple,
y a las cosas simples
las devora el tiempo.
Demórate aquí,
en la luz solar
de este mediodía,
donde encontrarás
con el pan al sol,
la mesa tendida.
César Isella
Así pues, que los hombres seamos “felices” o “infelices” en esta vida, que conozcamos la “dicha” o la “desdicha” en nuestro caminar terreno, que nos descubramos “afortunados” o “desafortunados” en este mundo, sólo hasta cierto punto puede adjudicarse a la obtención o no obtención de ciertos objetivos que nos habíamos propuesto alcanzar en cierto momento, a la consecución o no consecución de algunos proyectos que nos habíamos impuesto conseguir en determinada circunstancia, al éxito o fracaso que vivamos sobre nuestras metas personales; también depende, en gran medida, de las “grandes” o “pequeñas” cosas con las que tenemos la oportunidad de encontrarnos en esta vida y que suscitan en nuestro corazón determinados “sentimientos”.
VI
Del “sentimiento de las cosas” que menciona Giussani se originan, posteriormente, el silencio, el asombro, la admiración, el entusiasmo y la alegría, el respeto, la veneración, la reverencia o el amor en cada uno de nosotros: toda una enorme gama de respuestas afectivas con las que solemos salir -según el caso- al encuentro de las cosas cuando éstas se hacen presentes en nuestro interior a través del “sentimiento”.
Es un hecho que el ámbito de nuestra afectividad no se concreta únicamente a “recibir” en el interior de nuestros ser la presencia de las cosas, a “acusar” dentro de nosotros el impacto de las cosas a través de los sentimientos que suscitan; también es capaz de dar a cada una cierta “respuesta” de índole afectiva que sea correspondiente a su presencia, de dirigir afectivamente una “palabra” totalmente original a cada una que no sea simplemente una mera “réplica efusiva” a éstas -algo así como una pura “reacción emocional”- porque es completamente propia.
Lo anterior significa que en el ámbito de nuestra afectividad habitan, en realidad, dos tipos sui generis de “afectos”, completamente irreductibles: aquellos por los que “acogemos” en nuestro interior la presencia de las cosas, les damos “cabida” en éste; y aquellos por los que “respondemos” a la presencia singular de éstas con una vivencia peculiar de nuestro ser, esto es, “salimos” a su encuentro. A los primeros hemos dado a lo largo de nuestra exposición el nombre elemental de sentimientos; pero a éstos últimos apenas mencionados conviene mejor el de respuestas afectivas, por el carácter particular de su dinámica.[28]
Las “respuestas afectivas”, aun siendo fenómenos específicos del ámbito de nuestra afectividad como nuestros mismos “sentimientos”, no forman parte propiamente de los que hemos dado en llamar “sentimientos de las cosas”, porque éstos últimos son de naturaleza receptiva mientras que aquellas son, más bien, de índole responsiva. Mientras los primeros son una “forma de conciencia” del mundo de las cosas en que vivimos, las segundas son, en cambio, “posturas conscientes” que asumimos ante ellas.
Cuando estas “respuestas afectivas” de nuestro ser ante las cosas se tornan estables, continuas, habituales, forman un complejo de “actitudes afectivas” dentro de nosotros en cierta manera análogo a lo que se denomina ethos en el campo de nuestra vida moral y mens en el campo de nuestra vida intelectual. Es decir, dejan de ser fenómenos particulares y aislados en el ámbito de nuestra afectividad para volverse disposiciones permanentes de toda nuestra persona hacia las cosas.[29] Ello tiene lugar, sobre todo, cuando nuestras “respuestas afectivas” corresponden adecuadamente tanto a su grandeza ontológica como a su dignidad axiológica, cuando éstas reciben de nuestros afectos el “homenaje” que, en razón de su ser, les corresponde.
Aunque ambas formas de “afectos” de nuestro ser son distintas, juegan un papel muy importante en la economía de nuestra relación con todo. Por un lado, el “sentimiento de las cosas” impide el endurecimiento de nuestra intimidad frente al imponente espectáculo del mundo que nos rodea, debido, muchas veces, al excesivo rigor con que se nos presenta el drama de la propia existencia;[30] por el otro, las “respuestas afectivas” contribuyen a que nuestra humanidad no se torne superficial ante la exuberante diversidad de cosas que componen este mismo mundo, ocasionada la más de las veces por el incremento en nosotros de una pretenciosa mentalidad pragmática.[31] El “sentimiento de las cosas” arranca el corazón de su comodina indiferencia; las “respuestas afectivas” lo alejan de su trivialidad acostumbrada.
VII
Algunos de los “sentimientos” más grandes -y, a su vez, de los más profundos- que experimentamos los hombres por la presencia de las cosas son los que se refieren a la “belleza” de estas cosas. Son los que comúnmente llamamos “sentimientos estéticos”. Huelga decir que los “sentimientos estéticos” son una forma particular del “sentimiento de las cosas” en general del que habla Luigi Giussani en su texto mencionado.
Todos los días aparece, ante nuestros ojos, el increíble espectáculo del mundo. Las cosas que lo conforman se nos presentan a la mirada como “hermosas” o “bonitas”, “majestuosas” o “sublimes”, “lindas” o “preciosas”, “soberbias” o “magníficas”. Más de alguna nos resulta “encantadora”, “atrayente” o “llamativa”, ya por su “fulgor” y “colorido”, ya por su “donaire” y “elegancia”. Algunas nos parecen incluso “graciosas”, “entretenidas” o “cómicas”; otras, hasta “imponentes” o “impactantes”, aunque a ciencia cierta no logremos casi nunca descubrir por qué: tal vez por algo relativo a su “forma” o a su “contenido”; quizá por el carácter peculiar de su “dinamismo” o su “poderío”. Es indudable que el mundo en que vivimos se nos muestra, por estos motivos aducidos, como “sorprendente” y “fascinante”.
Todos los hombres damos cuenta, dentro de nosotros, de este espectáculo del mundo a través de los distintos “sentimientos” que vivimos en razón de cada cosa. Especialmente cuando no estamos fatigados, embotados, aturdidos, ocupados, distraídos, presurosos, ensimismados, melancólicos, abrumados, decaídos, estos “sentimientos de las cosas” que experimentamos en razón de su belleza se nos presentan incontrovertibles y contundentes.[32]
Esto es así porque nuestros “sentimientos estéticos” son, por estructura propia, más que de “aprobación” o “reprobación”, de “agrado” o “desagrado”, sentimientos de “reconocimiento“. Cada vez que el mundo nos “habla” prolíficamente en cada una de sus cosas los hombres sencillamente “escuchamos” absortos su enigmática palabra: la “palabra” que nos dirige el mundo es su belleza y nuestro “atender” a ella son los sentimientos que experimentamos.[33]
Así pues, nuestros “sentimientos estéticos” no expresan tanto lo que nos gusta o nos disgusta de las cosas, todo cuanto aceptamos o rechazamos de éstas en la vida cotidiana sino, sencillamente, lo que en última instancia “vemos” en ellas. Son “vivencias” subjetivas fundadas consistentemente en una “evidencia” objetiva.[34] Eso significa que están estrechamente ligadas a la dinámica de nuestra mirada, que es cognoscitiva.
Ahora bien: la experiencia nos enseña que los hombres tenemos dos formas de “mirar” el mundo. En una de ellas, por decirlo así, “registramos” su presencia; en la otra, en cambio, nos “unimos” íntimamente a ella.[35]
La primera forma de mirar el mundo tiene un carácter “dramático” y “posesivo”, pues está abocada a la lucha continua por “aprehender” fielmente lo que aparece ante los ojos; la segunda forma de mirar es, más bien, “reposada” y “vinculante”, porque no tiene otro objetivo más que “enlazar” sosegadamente nuestro espíritu con lo que nuestros ojos captan. Mientras la primera forma de mirar nos “comunica” una noticia de las cosas, nos “informa” algo nuevo de éstas, nos proporciona un “saber” de ellas, la segunda forma de mirar nos hace simplemente “morar” en cada una, “habitarlas” de modo permanente, “vacar” en ellas, aun en el caso posible que ya no tengan “nada nuevo” que decirnos porque, como antes se ha dicho, aquí no está ya de por medio el “conocimiento” de las cosas, sino tan sólo su “re-conocimiento”.
La tradición filosófica ha llamado desde siempre “percepción” a la primera forma de mirar el mundo; para la segunda forma de mirar las cosas, en cambio, ha reservado el nombre especial de “contemplación”. Si bien es cierto que en la contemplación se encuentra de por medio la percepción, porque sin su carácter directo e inmediato, concreto y pleno no es posible contemplación alguna, también es cierto que la contemplación extiende al infinito el carácter “puntual” de la percepción y otorga a su naturaleza “temporal” la dimensión de permanencia. Sobre todo, reduce -sin anularla- la enorme “distancia” que hay entre el sujeto percipiente y el objeto percibido, para que pueda ocurrir entre ambos la íntima “vinculación”.
La “percepción del mundo” engendra en nuestra mente la “contemplación de su belleza”; la “contemplación de la belleza” suscita en nuestro afecto el “sentimiento de las cosas”, especialmente los “sentimientos estéticos”. La “contemplación de la belleza” confiere a la “percepción del mundo”, por decirlo así, su amplitud y penetración cognoscitivas; el “sentimiento de las cosas” otorga a la “contemplación de la belleza” su calidez y hondura afectivas.
La “contemplación de la belleza” es el presupuesto indispensable del “sentimiento de las cosas”, pues sin la mirada morosa y dilatada del espíritu sobre los objetos del mundo difícilmente podríamos dar cabida a éstos dentro de nosotros con nuestros sentimientos; pero, sin el cálido y acogedor “sentimiento de las cosas” por parte de nuestros afectos, la “contemplación de la belleza” no pasaría de ser, para nosotros, una mera actividad intelectualista. Aunque ya altamente significativa es para nosotros la “contemplación de la belleza” que se origina a partir de la “percepción del mundo”, finalmente la belleza es uno de esos fenómenos “originarios” de la realidad -los fenomenólogos de orientación realista dirían Urphänomen– que no sólo exigen ser “vistos” por la mente los hombres, sino también ser “acogidos” en lo más íntimo de su ser, esto es, en su corazón. Necesitamos “vibrar” porque ella existe en este mundo, además de “mirar” que está presente ante nosotros.
* * *
Si resumimos brevemente el resultado de nuestras reflexiones, podemos decir que nuestra exposición ha querido insistir, a lo largo de su desarrollo, en los siguientes puntos:
-
En primer lugar, en el carácter objetivo que tiene para los hombres el “sentimiento de las cosas”, no obstante tratarse de un fenómeno eminentemente subjetivo. Esta objetividad se encuentra fundada en “las cosas” que hacen acto de presencia a través de los “sentimientos”.
-
En segundo lugar, en la naturaleza afectiva que tiene para los hombres el “sentimiento de las cosas”, más allá de la constitución cognoscitiva y volitiva de nuestro ser.
-
En tercer lugar, en la diferencia fundamental que existen entre los auténticos “afectos” de los hombres -a los cuales pertenece por esencia el “sentimiento de las cosas”- de sus meros “estados psicológicos”, tanto corporales como anímicos.
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En cuarto lugar, en el aspecto receptivo que ostenta el “sentimiento de las cosas” en la dinámica interior de cada hombre, respecto a otros “afectos” humanos que son más bien de índole responsiva.
-
En quinto lugar, en la íntima relación que guarda el “sentimiento de las cosas”, por un lado, con las experiencias interiores de felicidad y de infelicidad del hombre y, por el otro, con las “posturas afectivas” que los hombres asumen ante los objetos de su experiencia.
-
En sexto lugar, en el papel que juegan, para el surgimiento del “sentimiento de las cosas” en el interior de los hombres, los actos cognoscitivos de la percepción y la contemplación, el primero como “presentación intuitiva” de los objetos a la mente humana y el segundo como “íntima vinculación” de los hombres con sus objetos.
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