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Archive for noviembre 2023

—Una invitación a su lectura—

I

Péguy escribió muchas obras poéticas a lo largo de su vida.[1] El día de hoy nos hemos reunido para hablar sobre tres largos poemas que, en cierta manera, conforman una unidad temática, por lo que pueden leerse de una manera conjunta: El misterio de la caridad de Juana de Arco (1910);[2] El pórtico del misterio de la segunda virtud (1911);[3] El misterio de los santos inocentes(1912).[4] Esta unidad temática se aprecia ya en el título mismo de cada poema, pues cada uno contiene la palabra “misterio”. La reiteración de esta palabra en cada poema no es una casualidad; antes bien, apela a razones muy precisas. Desde un punto de vista histórico, la palabra “misterio” hace referencia a las antiguas representaciones teatrales que ponían a disposición del pueblo creyente los eventos centrales de la historia de la salvación como alimento de su fe. Desde un punto de vista teológico, la palabra “misterio” alude a los fundamentos mismos de la existencia cristiana que, no obstante ser insondables para la mente humana, la iluminan, la orientan y la sostienen con eficacia.

II

En los tres poemas aparecen los mismos personajes: por un lado, una joven pastora, con grandes aspiraciones espirituales, llamada Jeanette (Juana de Arco); por el otro, su confidente y guía espiritual, una mujer adulta, llamada respetuosamente Madame Gervaise (señora Gervasia). En el primer poema, y sólo en las páginas iniciales,[5] aparece un tercer personaje, joven como Jeannette y pastora como ella, llamada Hauviette. Sólo el primer poema tiene propiamente una cierta estructura “dramática”, pues hay diálogo e interacción constante entre los dos personajes centrales (Jeannette y Madame Gervaise). Pero incluso en estos casos, las intervenciones de cada uno son demasiado extensas, cosa poco habitual en las genuinas obras de teatro, que tienden más bien a eludir los largos discursos. Los diálogos, además, no remiten a acciones realizadas, ni a raíz de ellos se derivan acciones nuevas, que es otra característica de las obras de teatro comunes. Son, más bien, cantos de alabanza que se entonan a dos voces alternadas, aunque con un fuerte acento de meditación contemplativa. Por si fuera poco, el segundo poema es un inmenso monólogo —de gran lirismo y profunda belleza, ciertamente— realizado por completo por Madame Gervaise,[6] que de cierta manera se prolonga hasta la mitad del tercer poema,[7] cuando nuevamente se hace presente en escena la joven Jeannette para recitar con su tutora espiritual a dos coros uno de los pasajes bíblicos del antiguo testamento más emblemáticos, por su fuerte acento cristológico: el encuentro de José con su padre Jacob y sus once hermanos en Egipto.

Pero más allá de estos elementos teatrales, el verdadero personaje de los poemas de Péguy es otro: uno que comparece discretamente a través de las palabras pero, sobre todo, de la presencia misma de Madame Gervaise en el escenario. Se trata de Dios. Es Él quien domina el espacio interior de los tres poemas. En el primer poema, Madame Gervaise habla “a nombre” de Dios y en “representación” de Dios; pero en los otros dos poemas es más bien Dios mismo quien “habla” a través de Madame Gervaise, que se torna entonces una presencia más bien discreta, aunque no irrelevante. Con sus palabras, Dios se dirige a la joven Jannette, en forma muy parecida a como lo hace con Job en el libro sagrado que lleva el mismo nombre, sólo que en forma mucho más sutil, rebosante de ternura: responde sus preguntas, acoge sus objeciones, sostiene sus vacilaciones, atempera sus arrebatos; pero, al mismo tiempo, la introduce de manera suave y casi imperceptible a los misterios de su gracia y los abismos de su misericordia. Reinos a los cuales sólo puede accederse a través de la fe, la caridad y la esperanza; sobre todo de la esperanza, como veremos un poco más adelante.

III

Tras la lectura atenta de los tres poemas, la impresión más fuerte que tenemos los lectores no es haber presenciado un drama literario, sino haber tenido un encuentro personal con Dios, cara a cara, frente a frente: como Jacob, que luchó toda una noche con el ángel misterioso en el valle de Penuel (Gn 32, 25-31), o, mejor aun, como un personaje cualquiera del evangelio, tras el encuentro con Jesús, como Zaqueo (Lc 19, 1-10) o la Samaritana (Jn 4, 5-43), la mujer adúltera (Jn 8, 1-11) o la viuda de Naim (Lc 7, 11-17). Porque muy pronto, las palabras escritas en los poemas saltan abruptamente al espacio de la vida propia y nos interpelan; esto es, nos reclaman, al tiempo en que nos advierten; pero, sobre todo, nos consuelan y sacan del atolondramiento nuestra “antigua alma”, como dice el mismo Péguy hacia el final del tercer poema:

“Cuando una palabra infantil penetra en el círculo de la familia, cuando una palabra infantil cae en el fárrago cotidiano, en el ruido cotidiano, (en el silencio repentino), en el recogimiento repentino de la mesa de familia. Vosotros, hombres y mujeres sentados a esa mesa, de repente, agachando la cabeza, oís pasar a vuestra «antigua alma».

Cuando una palabra infantil cae como una fuente, como una carcajada, como una lágrima en un lago. Oh hombres y mujeres sentados a esa mesa que de repente agacháis la cabeza, con la mirada fija, y los dedos inmóviles y parados y ligeramente temblorosos sobre el trozo de pan, con los dedos agitados por un ligero temblor, conteniendo la respiración, escucháis pasar a vuestra «antigua alma».

Ha llegado una voz, hombres sentados a la mesa, como de otra creación, incluso. Se ha alzado una voz, hombres que estáis a la mesa, ha llegado una voz, es de un mundo en el que estabais. Ha brotado una fuente, hombres que estáis sentados a la mesa, es la fuente de vuestra primera alma. También vosotros hablasteis así.

Erais otros hombres, hombres que estáis sentados a la mesa, erais otros seres, hombres que estáis sentados a la mesa, erais niños como ellos. Decíais palabras de niño, hombres que estáis sentados a la mesa. Id ahora a decir palabras de niño.

Ha pasado una palabra, se ha alzado una palabra, ha llegado una palabra, hombres que estáis sentados a la mesa. Ha caído una palabra en el silencio de vuestra mesa. Y de repente habéis reconocido. Y de repente habéis saludado. A vuestra «antigua alma».

Ha surgido una palabra despistada. Ha volado una palabra atolondrada. […] Y estremecidos, habéis sentido pasar a toda la juventud del viejo Dios”.[8]

IV

Con todo, en los tres poemas también podemos escuchar la voz de Péguy, que hábilmente se agazapa detrás de todas las palabras, pero que de todos modos nos hace sentir su presencia en cada una. A través de los poemas, podemos apreciar la lenta transformación que se va obrando en la vida del poeta; o, mejor dicho, una profunda maduración de su existencia, natural y cristiana (si bien él, seguramente, no aceptaría distinciones de esta naturaleza).

En El misterio de la caridad de Juana de Arco, por ejemplo, se escucha todavía al luchador social, preocupado por las injusticias y las necesidades del pueblo, cristiano o no cristiano. Quizá por eso tomó como personaje principal en este misterio a la Doncella de Orléans, Juana de Arco, que defendió las tierras francesas de la invasión de los ingleses, pero también abogó por los pobres delante de los potentados de su patria que los explotaban. Si bien Péguy reflexiona desde la fe descubierta poco tiempo atrás y sobre la operatividad de la caridad que se desprende de ella, sus pensamientos aun están llenos de cólera, de impaciencia, casi de desesperación, pues el hambre y la pobreza, por un lado, y el abandono espiritual por el otro, todavía están presentes en el suelo de su patria, Francia. Le aflige constatar las necesidades tanto del cuerpo como del espíritu; la inanición en ambas dimensiones del ser humano. Por esta situación, no teme alzar con firmeza la voz delante de Dios para interrogarlo:

“Dios mío, Dios mío ¿pero qué es lo que ocurre? Siempre, ay, en todos los tiempos se había perdido gente; pero desde hace cuarenta años, por desgracia, no sucede más que eso, la gente no hace más que condenarse. ¿Qué pasa, Dios mío, qué pasa? Los había aún que se salvaban. Los había que se libraban. Pero ahora, Dios mío, ¿quién afirmaría que hay quienes se salvan?, ¿quién sostendría que hay algunos al menos, siquiera algunos, algunos al menos, que se libran?

Antes era la tierra desgraciadamente, a menudo era la tierra la que preparaba para el infierno. Hoy ya ni siquiera es así; no es ya la tierra la que prepara para el infierno. Es el infierno mismo el que se desborda sobre la tierra. Qué sucede, pues, Dios mío, qué ha cambiado, qué es lo que hay de nuevo. Qué habéis hecho de este pueblo, de vuestro pueblo cristiano. ¿Será posible que hayáis enviado a vuestro hijo en vano, y que Jesús haya muerto en vano, vuestro hijo que murió por nosotros? ¿Será posible que no hagáis cesar la gran tragedia que asola el reino de Francia?

Jesús, Jesús, un día, en una montaña de aquel país, vos tuvisteis piedad del pueblo, llorasteis sobre aquella multitud; aquella multitud tenía hambre, y para alimentarla, para apaciguar el hambre de su cuerpo, para satisfacer su hambre carnal, multiplicasteis los panes y los peces. Jesús, Jesús, Jesús, hoy vuestro pueblo tiene hambre y vos no lo reconfortáis.

Hoy, en este país, vuestro pueblo actual, en vuestra Lorena de cristiandad, en vuestra Francia de cristiandad, en vuestra cristiandad, vuestro pueblo de cristiandad tiene hambre. Carece de todo. Le falta pan carnal. Carece de pan espiritual. Y para alimentarlo, para satisfacer ambas hambres, para darle el pan de su cuerpo y el pan de su alma ¿es que ya no estáis con nosotros?, ¿es que ya no multiplicáis, que no multiplicaréis los peces secos y los panes?

¿No lloraréis sobre esta multitud?”[9]

En El pórtico del misterio de la segunda virtud se escucha todavía la inquietud del poeta, que se pregunta por la eficacia de la fe en el mundo, sobre todo para transformar  radicalmente las vicisitudes de los hombres —carcomidos por la miseria y el hambre— por medio de una caridad solícita. Pero igualmente se escucha la voz de un hombre que se adentra con paso lento y vacilante en el espacio de los designios divinos, que son misteriosos. Es el mundo de la confianza, del abandono, de la esperanza. Se trata, sencillamente, del reino insondable de la divina gracia. Desde allí, hace un importante descubrimiento, que es justo el que cambiará el tono del poema. La fe y la caridad, virtudes fundamentales que sostienen y alientan la vida cristiana, forman un “sistema” inescindible con otra virtud que, por desgracia, se considera poco, porque no se logra ver con claridad cómo incide en las vicisitudes del mundo: la esperanza. La fe abre al hombre a la conciencia de la vida eterna; pero, sin la esperanza, la fe no se sostiene y languidece frente a los embates de la vida. La caridad aproxima al hombre a los demás hombres y lo vuelve consciente de sus necesidades; pero, sin la esperanza, al final la caridad no puede evitar caer en la frustración y la cólera:

“Porque mis tres virtudes, dice Dios. Las tres virtudes, criaturas mías. Niñas hijas mías. Son también como mis otras criaturas. De la raza de los hombres. La Fe es una Esposa fiel. La Caridad es una Madre. Una madre ardiente, toda corazón. O una hermana mayor que es como una madre. La Esperanza es una niñita de nada. […]

La pequeña esperanza avanza entre sus dos hermanas mayores y no se la toma en cuenta. Por el camino de la salvación, por el camino carnal, por el camino escabroso de la salvación, por la senda interminable, por la senda entre sus dos hermanas la pequeña esperanza. Avanza. Entre sus dos hermanas mayores. La que está casada. Y la que es madre.

Y no se le presta atención, el pueblo cristiano no presta atención sino a las dos hermanas mayores. A la primera y a la última. Que van a lo más urgente. En el tiempo presente. En el instante momentáneo que pasa. El pueblo cristiano no ve sino a las dos hermanas mayores, no tiene ojos sino para las dos hermanas mayores. La que está a la derecha y la que está a la izquierda. Y no ve casi a la que está en medio. A la pequeña, a la que va todavía a la escuela. Y que camina. Perdida entre las faldas de sus hermanas. Y cree fácilmente que son las dos mayores las que arrastran a la pequeña de la mano. En medio. Entre ellas dos. Para hacerla seguir ese camino áspero de la salvación.

Los ciegos no ven, al contrario. Que ella en medio arrastra a sus hermanas mayores. Y que sin ella no serían nada. Sino dos mujeres ya de edad. Dos mujeres de cierta edad. Ajadas por la vida. […]

Arrastrada, colgada de los brazos de sus dos hermanas mayores, que la llevan de la mano, la pequeña esperanza avanza. Y en medio entre sus dos hermanas mayores aparenta dejarse arrastrar. Como una niña que no tuviera fuerza para andar. Y a la que se arrastraría por esa senda a pesar suyo. Y en realidad es ella la que hace andar a las otras dos. Y las arrastra. Y hace andar a todo el mundo. Y lo arrastra. Porque sólo se trabaja por los niños. Y las dos grandes no andan sino por la pequeña. […]

Qué haría uno, qué sería uno, Dios mío, sin los niños. Qué vendría uno a ser. Y sus dos hermanas mayores saben bien que sin ella no serían sino servidoras de un día. Solteronas en una choza. En una cabaña destartalada que se arruina cada día más. Que se gasta poco a poco. Viejas que envejecen solas y que se aburren en una casucha. Mujeres sin hijos. Una familia que se extingue.

Pero por ella, al contrario, saben bien que son dos mujeres generosas. Dos mujeres de porvenir. Dos mujeres que tienen algo que hacer en la existencia. Y que, por esa niña pequeña que educan, tienen todo el tiempo y aun la eternidad en la palma de sus manos”.[10]

En este poema, Péguy invita a los hombres —a tiempo y a destiempo, como el apóstol Pablo (2 Tim 4, 2)— a abandonarse a Dios, confiar en Él, esperar en sus designios, sobre la base teológica de que ha sido Él quien primero ha confiado en los hombres, aun cuando podría tener de sobra motivos razonables para no hacerlo:

“Hay que tener confianza en Dios hija mía. Hay que tener esperanza en Dios. Hay que poner confianza en Dios. Hay que dar crédito a Dios. Hay que tener esta confianza en Dios de tener esperanza en él. Hay que poner esta confianza en Dios de tener esperanza en él. Hay que dar este crédito a Dios de tener esperanza en él. Hay que poner esperanza en Dios. Hay que esperar en Dios, hay que tener fe en Dios, es todo uno, todo es lo mismo. Hay que tener esta fe en Dios que es esperar en él.

Hay que creer en él, que es esperar. Hay que tener confianza en Dios, él ha tenido de verdad confianza en nosotros. Hay que poner confianza en Dios, él ha puesto de verdad su confianza en nosotros. Hay que poner la esperanza en Dios, él ha puesto de verdad la esperanza en nosotros. Hay que dar crédito a Dios, él nos ha dado de verdad crédito a nosotros. Qué crédito. Todos los créditos.

Hay que poner fe en Dios, él ha puesto de verdad fe en nosotros. Singular misterio, el más misterioso, Dios se ha adelantado. O más bien no es un misterio propiamente, no es un misterio particular, es un misterio que se refiere a todos los misterios. Es un redoblamiento, es un agrandamiento al infinito de los misterios. Es un milagro. Un milagro perpetuo, un milagro de antemano, Dios se ha adelantado, un misterio de todos los misterios, Dios ha comenzado. Un milagro de todos los misterios, extraña, misteriosa inversión de todos los misterios.

Todos los sentimientos, todos los movimientos que debemos tener para con Dios, Dios los ha tenido para con nosotros, ha comenzado a tenerlos para con nosotros. Extraña inversión que corre a lo largo de todos los misterios, y los redobla, y los agranda hasta el infinito, hay que tener confianza en Dios, hija mía, él ha tenido de verdad confianza en nosotros. Ha puesto en nosotros esa confianza de darnos, de confiarnos a su hijo único. (Ay de nosotros, ay de nosotros por lo que le hemos hecho).

Inversión de todo, Dios ha comenzado. Dios nos ha dado crédito, ha puesto su confianza en nosotros. Se ha fiado, ha tenido fe en nosotros. Esta confianza ¿estará mal puesta?, ¿dirán que esta confianza ha sido mal puesta?”[11]

Dios exige de los hombres la confianza; pero no con imperativos moralistas, sino porque ha sido Él mismo quien ha enseñado a los hombres lo que es la esperanza, aguardando casi hasta la locura, en los límites de la “desesperación”, el retorno impredecible de los hijos pródigos, que están a un paso de caerse en el abismo y perderse en él definitivamente:

“Jesús era también un sencillo pastor. Pero qué pastor, hija mía. Pastor de qué rebaño, pastor de qué ovejas. En qué país del mundo. Pastor de cien ovejas que permanecieron en el redil, pastor de la oveja perdida, pastor de la oveja que vuelve. Y que por ayudarla a volver, ya que sus patas no podían llevarla, sus patas extenuadas, la toma dulcemente y la lleva él mismo sobre sus hombros, sobre sus dos hombros, dulcemente plegada como una media corona, en torno de la nuca […]. Así el Salvador, así el buen pastor, lleva a horcajadas esa oveja que se había perdido, que iba a perderse para que las piedras del camino no golpeen más sus pies golpeados. […]

Por esa oveja descarriada conoció Jesús el temor en el amor. Y lo que la divina esperanza pone de temblor aun en la caridad. Y Dios tuvo temor de tener que condenarla. Por esa oveja, y porque no volvía al redil, y porque iba a faltar a la llamada de la tarde, conoció Jesús, como un hombre, la inquietud humana, Jesús hecho hombre, conoció lo que es la inquietud en el corazón mismo de la caridad. La inquietud que roe el corazón de una caridad así agusanada, pero conoció también así lo que es la punta inicial del brote de la esperanza. […]

El Buen Pastor conoció por ella la inquietud. Por la que no se quedó con las noventa y nueve restantes. La mortal inquietud. (La devorante inquietud en el corazón de Jesús). La inquietud por no encontrarla. Por no saber. Por no encontrarla jamás. La humana inquietud. La mortal  inquietud por tener que condenarla.

Pero, en fin, se salvó. Él, el Salvador, se salvó. Se salvó de tener que condenarla. Cómo respira. […] No tendrá que condenar a esa alma. Por esa ovejita que se había simplemente equivocado de camino (eso le puede pasar a todo el mundo) […]. Por esa ovejita de nada que se había perdido, por esa criatura oveja, hombre, hecho hombre, conoció la naciente esperanza […]”.[12]

En Péguy, el acto más extremo de la confianza de Dios para con los hombres ha sido la entrega de su Hijo, por causa de su salvación eterna. La encarnación, por un lado, y la pasión, por el otro, son las columnas donde se asienta sólidamente el arco temporal de la confianza divina en la humanidad entera. Si se medita con detenimientos en ambos hechos es prácticamente imposible no sobrecogerse por un reverente asombro: Él es el Dios infinitamente poderoso, el Señor de la creación imponente, pero que, delante de los hombres, se define únicamente como confiado “abandono”:

“Jesucristo, hija mía, no vino a nosotros para contarnos frivolidades. Ya comprendes que no hizo el viaje a la tierra, un gran viaje, entre nosotros (y estaba tan bien donde estaba). (Antes de venir. No tenía todas nuestras preocupaciones). Él no bajó a la tierra para contarnos chistes ni gracias. No hay tiempo para divertirse.

No puso, no empleó, no derrochó los treinta y tres años de su vida terrestre, de su vida carnal, los treinta años de su vida privada, los tres años de su vida pública, los tres días de su pasión y de su muerte (y en el limbo los tres días de su sepulcro), no puso, no empleó, no derrochó todo eso, sus treinta años de trabajo y sus tres años de predicación y sus tres días de pasión y muerte, sus treinta y tres años de oración, su encarnación, que es propiamente su encarnamiento, su hacerse carne y carnal, su hacerse hombre y su muerte en cruz y su sepultura, su encarnamiento y su suplicio, su vida de hombre y su vida de obrero y su vida de sacerdote y su vida de santo y su vida de mártir, su vida de fiel, su vida de Jesús, para venir luego (al mismo tiempo) a meternos chismes.

No puso, no empleó, no derrochó todo eso. No hizo todo ese derroche considerable para venir a darnos, para darnos luego adivinanzas que adivinar como un mago. Haciéndose el vivo. No, no, hija mía […]”.[13]

Dicho sea de paso, llama la atención que el segundo poema de Péguy no se titule simplemente “El misterio de la segunda virtud” —a semejanza de los otros dos poemas, El misterio de la caridad de Juana de Arco y El misterio de los santos inocentes— sino que se llame propiamente “El pórtico del misterio de la segunda virtud”. Tal vez sea porque el acto de esperar de cada hombre, el acto de confiar en Dios, de abandonarse a sus manos, no puede finalmente ser preparado o inducido por las palabras de un poeta, sino realizado concretamente por la existencia de cada hombre que inividualmente se abre paso en el camino de la fe. Dicho con otras palabras: el poeta no puede “introducirnos” al mundo de la esperanza; sólo puede llevarnos a sus umbrales, a la entrada, a su portal; cruzarlo es un asunto que cada hombre debe resolver por sí mismo, en plena libertad, delante de Dios:

“Como los fieles se pasan de mano en mano el agua bendita, así nos debemos pasar los fieles, de corazón en corazón, la palabra de Dios. Nos debemos pasar de mano en mano, de corazón en corazón, la divina esperanza.

No basta que hayamos sido creados, que hayamos nacido, que hayamos sido hecho fieles. Hace falta, depende de nosotras como mujeres y fieles, depende de nosotras cristianas que lo eterno no carezca de lo temporal (singular trastorno), que lo espiritual no carezca de lo carnal.

Hay que decirlo todo, es increíble: que la eternidad no carezca de un tiempo, del tiempo, de un cierto tiempo. Que el espíritu no carezca de la carne. Que el alma por así decir no carezca del cuerpo. Que Jesús no carezca de Iglesia, de su Iglesia. Hay que llegar hasta el fin: que Dios no carezca de su creación. Es decir, depende de nosotros que la esperanza no mienta en el mundo”.[14]

El misterio de los santos inocentes es una continuación natural del segundo poema, al menos en su primera parte. Pero el poeta no sólo continúa contando —¿o será mejor decir “cantando”?— las excelencias desconcertantes de la esperanza, enfatizando su primacía sobre las otras dos virtudes —la fe y la caridad— como en el segundo poema; también explora la condición que deben cumplir los hombres que buscan vivir a plenitud la confianza en Dios, el abandono en sus manos. Ésta no puede ser más que volverse como los “niños”, actuar, comportarse y conducirse como hacen los “niños” en la vida. O, más que volverse como niños, el punto es volver a recordar el niño que se fue algún día y que ahora está escondido en el olvido. Pero, como quiera que se entienda la palabra, la cuestión central es descubrir de nueva cuenta los secretos de la infancia, tal como lo había indicado el mismo Jesús en el evangelio (Mt 18, 3):

“Dichoso aquel que se conserva como un niño. Y aquel que como un niño conserva esa inocencia primera. Mi hijo se lo ha dicho ya suficientes veces. Sin ningún disimulo y sin ninguna atenuación. Pues él hablaba limpio y firme. Y claro. Dichoso, incluso, no aquel, no sólo aquel que sea como un niño, que se conserve como un niño. Sino más propiamente dichoso aquel que sea (un) niño, que se mantenga niño. Propiamente, precisamente el mismo niño que fue. Puesto que justamente le ha sido dado a todo hombre el haber sido un día un bebé lactante.

Puesto que a todo hombre le ha sido dada esta bendición. Esta gracia única. Y el reino de los cielos no está a un precio más bajo. A otro precio. Mi hijo se lo ha dicho ya bastante. Y en términos bastante explícitos. El reino de los cielos será sólo para ellos. Y no será más que para ellos. […]

Pues hay en el niño, hay en la infancia una gracia única. Una totalidad, una primeridad absoluta. Un origen, un secreto, una fuente, un punto de origen. Un principio, por así decir, absoluto. Los niños son criaturas nuevas. Ellos también, ellos sobre todo, ellos los primeros toman el cielo por la fuerza. Rapiunt, roban. Pero qué violencia tan dulce. Y qué fuerza tan agradable y qué ternura de fuerza. Con qué gusto aguanta un padre, con qué gusto aguanta la violencia de esa fuerza, los abrazos de esa ternura.

Desde luego yo, dice Dios, no conozco nada tan bello en todo el mundo como un chiquillo que habla con nuestro Dios en el fondo de un jardín. Y que hace las preguntas y las respuestas (es lo más seguro). Un hombrecito que cuenta sus penas al buen Dios con la mayor seriedad del mundo. Y que se da él mismo los consuelos de Dios. Y yo os digo que esos consuelos que se fabrica, proceden directa y propiamente de mí.

No conozco nada tan bello en todo el mundo, dice Dios, como un pequeño mofletudo y descarado como un gitanillo, tímido como un ángel, que dice veinte veces hola, veinte veces buenas noches, saltando. Y riéndose y burlándose. Una vez no le basta. Debe ser así. No hay ningún peligro. Les hace falta decir buenos días y buenas noches. Nunca tienen bastante. Para ellos la vigésima vez es como la primera. Cuentan como yo. Así es como cuento yo las horas. Y por eso toda la eternidad y todo el tiempo es (como) un instante en el hueco de mi mano.

No hay nada más hermoso que un niño que se duerme rezando sus oraciones, dice Dios. Yo os digo que nada hay tan hermoso en el mundo. Nunca he visto nada tan hermoso en el mundo. Y, sin embargo, he visto cosas hermosas en el mundo”.[15]

Tanto en este poema como en el anterior, el lenguaje de Péguy no sólo se vuelve prolífico en las imágenes empleadas, sino también enormemente bello, con la belleza que da la sencillez de las palabras carentes de pretensión y afectación. Pero, sobre todo, se vuelve un lenguaje lleno de una dulzura que arrebata, de una ternura que derrite. A cada línea, sus palabras son como un bálsamo que atempera las angustias, conforta las tristezas, cura los dolores, consuela las decepciones de la vida; o, dicho en lenguaje cristiano, restaña los efectos del pecado, la expulsión del paraíso. Hay momentos en que no pueden leerse estos dos poemas sin sentir el corazón estrujado, el alma totalmente en vilo, con un nudo en la garganta, tocados por una indescriptible nostalgia que al mismo tiempo cura y hace daño.

En el Pórtico del misterio de la segunda virtud, por ejemplo, cuando describe con asombrosa precisión la íntima relación de un padre con sus hijos, desde su infancia más tierna hasta el momento en que ellos mismos son adultos y él desaparece de la tierra, porque ha dejado preparados a quienes tomarán su puesto en el mundo;[16] o cuando se adentra con inusitada perspicacia en el significado de las llamadas “parábolas de la misericordia”, que son la cifra y la cumbre de todas las parábolas pronunciadas por Jesús durante su vida pública, en particular la parábola del hijo pródigo, a la que sin embargo no repite.[17]En El misterio de los santos inocentes, en cambio, cuando considera el examen de conciencia como un acto de confiado abandono en las manos de Dios —abierto, a la par, a la gratitud y la penitencia— en lugar de un juicio que condena;[18] o cuando rinde un sentido homenaje a los niños martirizados por el dictador Herodes por ser las primicias inocentes del sacrificio del Cordero y, por lo mismo, dignos de entonar delante de Él el canto apocalíptico de los justos.[19]

V

Los tres misterios fueron escritos en momentos muy difíciles en la vida del poeta, que bien podría catalogarse como de “desesperación”. Péguy los escribió en medio de dos grandes fracasos: uno personal y otro profesional.

En el plano profesional, el fracaso estaba relacionado con su trabajo como editor. Su revista, los Cahiers de la Quinzaine, se vendía cada vez menos o perdía cada vez más suscriptores. Y aunque la publicó por muchos años con gran empeño, la más de las veces puso en riesgo la estabilidad económica de su familia, pues invertía en ella los ahorros personales. Mientras tanto, sus obras poéticas se acumulaban en las bodegas porque los ejemplares no se vendían; a lo mucho, un par de ejemplares en varios años. A esto se sumaba el hecho de que la mayoría de sus amigos más cercanos jamás habían leído alguna de sus obras poéticas o lo llegaron a hacer sólo hasta después de su muerte, en 1914, durante la Primera Guerra Mundial.

En el plano personal, el fracaso tenía que ver con su conversión (o, como a él le gustaba afirmar, su vuelta a la fe de la infancia), que afectó las relaciones con su familia. Su esposa se había casado con él cuando era socialista y su conversión fue vista por ella como una traición a los ideales juveniles que enarbolaban ambos. Así pues, ella lo amenazó con marcharse de casa junto con los hijos si él practicaba la religión que había recuperado. Péguy apostó por mantenerse fiel a su esposa, aunque esto implicara en la práctica no asumir públicamente su fe. Por eso no frecuentaba las iglesias (a menos que estuviesen vacías), no recibía los sacramentos (por su matrimonio irregular) y, lo que más le dolía, no podía hablar de su fe dentro de casa, para no enemistarse con su esposa. Era simplemente, como dice Attilio Galli, “un cristiano sin iglesia”.[20]

Con relación a los hijos, hay dos situaciones que tocaron íntimamente a Péguy, porque en realidad le preocupaban: por un lado, los frecuentes quebrantos de salud y la falta de dinero para curarlos; por el otro, el hecho de no poder bautizarlos, acercarlos a la Iglesia, compartir con ellos su fe, para evitar dificultades con su esposa. En una palabra, le inquietaba no poder ayudarlos en sus necesidades materiales y atenderlos en sus necesidades espirituales.

Fue de esta manera dolorosa como Péguy aprendió a confiar, es decir, a vivir de la esperanza. Los poemas, por eso, tienen un fuerte carácter testimonial, porque no hablan de otra cosa más que de lo vivido en primera persona por el poeta. Un pasaje particularmente conmovedor del segundo poema es cuando Péguy habla de un hombre —que, en realidad, es él mismo— que, en una situación de gran apuro, tomó a sus hijos y los llevó a la Iglesia, hasta el altar de la Virgen, para entregárselos, para ofrecérselos o, mejor dicho, para confiarlos a sus manos porque, en última instancia, ella es la madre de todos los hombres. O dicho de otra manera, los había recibido en su propia vida de forma más verdadera a través de la intercesión de la Virgen. Este ofrecimiento le ayudó a no claudicar en su tarea, no faltar a su misión de padre. Un acto que llenaba a aquel hombre de vergüenza, pero que también lo hizo volver a casa con una gran paz y enorme regocijo:

“Piensa en sus hijos que puso expresamente bajo la protección de la Virgen. Un día que estaban enfermos. Y que él había tenido mucho miedo. Piensa temblando aún en aquel día. En que había tenido tanto miedo. Por ellos y por él. Porque estaban enfermos. Había temblado de veras. De sólo pensar que estaban enfermos. Había comprendido que así no podía vivir. Con los niños enfermos.

Y su mujer tenía tanto miedo. Tan espantoso miedo. Que tenía la mirada fija hacia dentro y la frente cerrada y no decía ya ni una palabra. Como un animal enfermo. Que se calla. Porque tenía el corazón oprimido. La garganta estrangulada como una mujer a la que se estrangula. El corazón en un torno. La garganta en los dedos, en las mandíbulas de un torno. Su mujer apretaba los dientes, apretaba los labios. Y hablaba poco y con otra voz. Con una voz que no era la suya. Tenía tan espantoso miedo. Y no quería decirlo.

Pero él, por Dios, era un hombre. No tenía miedo de hablar. Había comprendido perfectamente que eso no podía seguir así. Eso no podía durar. Así. No podía vivir con los niños enfermos.

Entonces había dado un golpe (un golpe de audacia), se reía todavía cuando lo pensaba. Hasta se admiraba un poco. Había de qué. Y se estremecía todavía. Hay que decir que había sido realmente atrevido y fue un golpe audaz. Y sin embargo, todos los cristianos pueden hacer otro tanto. Hasta se pregunta uno por qué no lo harán. […]

Él, audaz como un hombre. Había tomado, por medio de la oración había tomado. […] A sus tres hijos en la enfermedad, en la miseria en que yacían. Y tranquilamente os los había puesto. Por la oración os los había puesto. Muy tranquilamente, en los brazos de la que está cargada con todos los dolores del mundo. Y que tiene ya los brazos tan cargados. Porque el Hijo tomó todos los pecados. Pero la Madre tomó todos los dolores.

Había dicho, en la oración había dicho: «Ya no puedo más. Ya no comprendo nada. Estoy hasta la coronilla. Ya no quiero saber más. No me importa. […] Tómalos. Os los doy. Haced de ellos lo que queráis. Estoy harto. La que ha sido madre de Jesucristo puede ser también madre de estos dos chicos y de esta chica. Que son los hermanos de Jesucristo. Y por los que Jesucristo vino al mundo. Qué te supone esto. Tienes tantos otros. Qué te supone uno más o menos. Has tenido al pequeño Jesús. Has tenido tantos otros».

Los hombres necesitan un aplomo para hablar así. A la Virgen. Las lágrimas al borde de los párpados, las palabras al borde de los labios, hablaba así, en la oración hablaba así. Por dentro.

Tenía una gran cólera (Dios lo perdone), se estremece todavía (pero está tan violentamente contento de haber pensado en eso). (Tonto, como si lo hubiera pensado él, el pobre hombre). Hablaba con una gran cólera (que Dios lo proteja), y en esa gran violencia y, por dentro, dentro de esa gran cólera y de esa gran violencia, con una gran devoción.

«Ya lo veis —decía— os los doy. Y me doy media vuelta y me escapo para que no me los devolváis. Ya no los quiero. Bien lo veis». Cómo se aplaudía de haber tenido el coraje de dar ese golpe. Todos no hubieran osado.  Estaba feliz. Se felicitaba riéndose y temblando.

(No había hablado de ello a su mujer. No se había atrevido. Las mujeres son quizá celosas. Más vale no hacer problemas en casa. Y tener paz. Lo había arreglado él solo. Es más seguro. Y está uno más tranquilo).

Desde entonces todo marchaba bien. Naturalmente. Cómo queréis que marche de otra manera. Que bien. Pues la Virgen intervenía. Ella se encargaba. Ella entiende más que nosotros. Y Ella, que los había recibido, tenía otros, sin embargo, desde antes que esos tres.

Había dado un golpe único. (¿Por qué no lo harán todos los cristianos?). Había sido rudamente atrevido. Pero quien nada arriesga, nada tiene. Sólo los más tímidos pierden. Es raro de verdad que no hagan otro tanto todos los cristianos. Es tan sencillo. Nunca pensamos en lo sencillo. Buscamos, buscamos, nos desvivimos, nunca pensamos en lo más sencillo. En fin, somos tontos, más vale decirlo de una vez. […]

Bien sabía él que la que los había recibido los recibiría. No tendría corazón para dejarlos huérfanos. (Qué cobarde había sido él, con todo). No podía ella dejarlos en una esquina. (Contaba con eso, el muy fresco). Ella estaba realmente obligada a recibirlos. La que los había recibido. Él se felicitaba todavía”.[21]


* Participación en la presentación del libro Los tres misterios, de Charles Péguy. Aula virtual del Centro de Investigación Social Avanzada (Cisav), de la ciudad de Querétaro, 9 de noviembre de 2023. El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace:  Diazolguin (Los misterios de Charles Péguy).

[1] Entre las publicadas en vida: Juana de Arco. Pieza en tres actos: Domrémy, Las batallas; Rouen; La canción del rey Dagoberto; Los Siete contra Tebas; Castillos del Loira; El tapiz de Santa Genoveva y Juana de Arco; Los Siete contra París; El tapiz de Notre Dame; Santa Genoveva, patrona de París; Eva. Y entre las obras publicadas póstumas: El misterio de la vocación de Juana de Arco; La balada del corazón que tanto late.

[2] Encuentro, Madrid, 1978. Traducción de Manuel Pecellín Lancharro.

[3] Encuentro, Madrid, 1991. Traducción de José Luis Rouillon Arróspide.

[4] Encuentro, Madrid, 1993. Traducción de María Badiola Dorronsoro.

[5] Cf. El misterio de la caridad de Juana de Arco, pp. 20-44.

[6] Cf. El pórtico del misterio de la segunda virtud, p. 13. El poema se abre con el siguiente encabezado: “La madre Gervasia entra”; y, a partir de ese momento, no se detiene sino hasta llegar al final del poema.

[7] Cf. El misterio de los santos inocentes, pp. 87-126; si bien hay otro diálogo poético mucho más atrás, pero de menor extensión, cuando ambos personajes hablan sobre el juicio final (pp. 26-28).

[8] El misterio de los santos inocentes, pp. 146-147 (con leves modificaciones). En adelante, los pasajes de Péguy de los tres “misterios” se citan en forma de prosa poética, por economía de espacio.

[9] El misterio de la caridad de Juana de Arco, pp. 44-45.

[10] El pórtico del misterio de la segunda virtud, pp. 18; 21-22; 23; 34-35 (con leves modificaciones).

[11] Op. cit., pp. 92-94.

[12] Op. cit., pp. 55-56, 57, 65-66 (con leves modificaciones).

[13] Op. cit., 76-77; texto paralelo, pp. 87-89.

[14] Op. cit., pp. 85, 86.

[15] El misterio de los santos inocentes, pp. 137-138; 140-142.

[16] El pórtico del misterio de la segunda virtud, pp. 23-33.

[17] Op. cit., pp. 113-121.

[18] El misterio de los santos inocentes, pp. 16; 18-24.

[19] Op. cit., pp. 154-179.

[20] Cf. Charles Péguy. Contestataire total, Monte Carlo, Regain, 1972.

[21] El pórtico del misterio de la segunda virtud, pp. 41-44 (con leves modificaciones).

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