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Año viejo

Fugaz como centella pasa el día

que le ha de dar al año dura muerte,

periodo que inició con paso fuerte

y culmina hoy con grito de agonía.

Fue al comienzo una tierna melodía,

presagio de fortunas y de suerte;

ahora es, bajo el peso de la muerte,

un canto de cortejo y de elegía.

Un año que pasó dejando historia,

que resume en los días que se han ido

momentos de fracasos y de gloria.

Total, que deja el año transcurrido,

bellos recuerdos para la memoria

y materia sin fin para el olvido.

José R.

—Una invitación a su lectura—

I

Péguy escribió muchas obras poéticas a lo largo de su vida.[1] El día de hoy nos hemos reunido para hablar sobre tres largos poemas que, en cierta manera, conforman una unidad temática, por lo que pueden leerse de una manera conjunta: El misterio de la caridad de Juana de Arco (1910);[2] El pórtico del misterio de la segunda virtud (1911);[3] El misterio de los santos inocentes(1912).[4] Esta unidad temática se aprecia ya en el título mismo de cada poema, pues cada uno contiene la palabra “misterio”. La reiteración de esta palabra en cada poema no es una casualidad; antes bien, apela a razones muy precisas. Desde un punto de vista histórico, la palabra “misterio” hace referencia a las antiguas representaciones teatrales que ponían a disposición del pueblo creyente los eventos centrales de la historia de la salvación como alimento de su fe. Desde un punto de vista teológico, la palabra “misterio” alude a los fundamentos mismos de la existencia cristiana que, no obstante ser insondables para la mente humana, la iluminan, la orientan y la sostienen con eficacia.

II

En los tres poemas aparecen los mismos personajes: por un lado, una joven pastora, con grandes aspiraciones espirituales, llamada Jeanette (Juana de Arco); por el otro, su confidente y guía espiritual, una mujer adulta, llamada respetuosamente Madame Gervaise (señora Gervasia). En el primer poema, y sólo en las páginas iniciales,[5] aparece un tercer personaje, joven como Jeannette y pastora como ella, llamada Hauviette. Sólo el primer poema tiene propiamente una cierta estructura “dramática”, pues hay diálogo e interacción constante entre los dos personajes centrales (Jeannette y Madame Gervaise). Pero incluso en estos casos, las intervenciones de cada uno son demasiado extensas, cosa poco habitual en las genuinas obras de teatro, que tienden más bien a eludir los largos discursos. Los diálogos, además, no remiten a acciones realizadas, ni a raíz de ellos se derivan acciones nuevas, que es otra característica de las obras de teatro comunes. Son, más bien, cantos de alabanza que se entonan a dos voces alternadas, aunque con un fuerte acento de meditación contemplativa. Por si fuera poco, el segundo poema es un inmenso monólogo —de gran lirismo y profunda belleza, ciertamente— realizado por completo por Madame Gervaise,[6] que de cierta manera se prolonga hasta la mitad del tercer poema,[7] cuando nuevamente se hace presente en escena la joven Jeannette para recitar con su tutora espiritual a dos coros uno de los pasajes bíblicos del antiguo testamento más emblemáticos, por su fuerte acento cristológico: el encuentro de José con su padre Jacob y sus once hermanos en Egipto.

Pero más allá de estos elementos teatrales, el verdadero personaje de los poemas de Péguy es otro: uno que comparece discretamente a través de las palabras pero, sobre todo, de la presencia misma de Madame Gervaise en el escenario. Se trata de Dios. Es Él quien domina el espacio interior de los tres poemas. En el primer poema, Madame Gervaise habla “a nombre” de Dios y en “representación” de Dios; pero en los otros dos poemas es más bien Dios mismo quien “habla” a través de Madame Gervaise, que se torna entonces una presencia más bien discreta, aunque no irrelevante. Con sus palabras, Dios se dirige a la joven Jannette, en forma muy parecida a como lo hace con Job en el libro sagrado que lleva el mismo nombre, sólo que en forma mucho más sutil, rebosante de ternura: responde sus preguntas, acoge sus objeciones, sostiene sus vacilaciones, atempera sus arrebatos; pero, al mismo tiempo, la introduce de manera suave y casi imperceptible a los misterios de su gracia y los abismos de su misericordia. Reinos a los cuales sólo puede accederse a través de la fe, la caridad y la esperanza; sobre todo de la esperanza, como veremos un poco más adelante.

III

Tras la lectura atenta de los tres poemas, la impresión más fuerte que tenemos los lectores no es haber presenciado un drama literario, sino haber tenido un encuentro personal con Dios, cara a cara, frente a frente: como Jacob, que luchó toda una noche con el ángel misterioso en el valle de Penuel (Gn 32, 25-31), o, mejor aun, como un personaje cualquiera del evangelio, tras el encuentro con Jesús, como Zaqueo (Lc 19, 1-10) o la Samaritana (Jn 4, 5-43), la mujer adúltera (Jn 8, 1-11) o la viuda de Naim (Lc 7, 11-17). Porque muy pronto, las palabras escritas en los poemas saltan abruptamente al espacio de la vida propia y nos interpelan; esto es, nos reclaman, al tiempo en que nos advierten; pero, sobre todo, nos consuelan y sacan del atolondramiento nuestra “antigua alma”, como dice el mismo Péguy hacia el final del tercer poema:

“Cuando una palabra infantil penetra en el círculo de la familia, cuando una palabra infantil cae en el fárrago cotidiano, en el ruido cotidiano, (en el silencio repentino), en el recogimiento repentino de la mesa de familia. Vosotros, hombres y mujeres sentados a esa mesa, de repente, agachando la cabeza, oís pasar a vuestra «antigua alma».

Cuando una palabra infantil cae como una fuente, como una carcajada, como una lágrima en un lago. Oh hombres y mujeres sentados a esa mesa que de repente agacháis la cabeza, con la mirada fija, y los dedos inmóviles y parados y ligeramente temblorosos sobre el trozo de pan, con los dedos agitados por un ligero temblor, conteniendo la respiración, escucháis pasar a vuestra «antigua alma».

Ha llegado una voz, hombres sentados a la mesa, como de otra creación, incluso. Se ha alzado una voz, hombres que estáis a la mesa, ha llegado una voz, es de un mundo en el que estabais. Ha brotado una fuente, hombres que estáis sentados a la mesa, es la fuente de vuestra primera alma. También vosotros hablasteis así.

Erais otros hombres, hombres que estáis sentados a la mesa, erais otros seres, hombres que estáis sentados a la mesa, erais niños como ellos. Decíais palabras de niño, hombres que estáis sentados a la mesa. Id ahora a decir palabras de niño.

Ha pasado una palabra, se ha alzado una palabra, ha llegado una palabra, hombres que estáis sentados a la mesa. Ha caído una palabra en el silencio de vuestra mesa. Y de repente habéis reconocido. Y de repente habéis saludado. A vuestra «antigua alma».

Ha surgido una palabra despistada. Ha volado una palabra atolondrada. […] Y estremecidos, habéis sentido pasar a toda la juventud del viejo Dios”.[8]

IV

Con todo, en los tres poemas también podemos escuchar la voz de Péguy, que hábilmente se agazapa detrás de todas las palabras, pero que de todos modos nos hace sentir su presencia en cada una. A través de los poemas, podemos apreciar la lenta transformación que se va obrando en la vida del poeta; o, mejor dicho, una profunda maduración de su existencia, natural y cristiana (si bien él, seguramente, no aceptaría distinciones de esta naturaleza).

En El misterio de la caridad de Juana de Arco, por ejemplo, se escucha todavía al luchador social, preocupado por las injusticias y las necesidades del pueblo, cristiano o no cristiano. Quizá por eso tomó como personaje principal en este misterio a la Doncella de Orléans, Juana de Arco, que defendió las tierras francesas de la invasión de los ingleses, pero también abogó por los pobres delante de los potentados de su patria que los explotaban. Si bien Péguy reflexiona desde la fe descubierta poco tiempo atrás y sobre la operatividad de la caridad que se desprende de ella, sus pensamientos aun están llenos de cólera, de impaciencia, casi de desesperación, pues el hambre y la pobreza, por un lado, y el abandono espiritual por el otro, todavía están presentes en el suelo de su patria, Francia. Le aflige constatar las necesidades tanto del cuerpo como del espíritu; la inanición en ambas dimensiones del ser humano. Por esta situación, no teme alzar con firmeza la voz delante de Dios para interrogarlo:

“Dios mío, Dios mío ¿pero qué es lo que ocurre? Siempre, ay, en todos los tiempos se había perdido gente; pero desde hace cuarenta años, por desgracia, no sucede más que eso, la gente no hace más que condenarse. ¿Qué pasa, Dios mío, qué pasa? Los había aún que se salvaban. Los había que se libraban. Pero ahora, Dios mío, ¿quién afirmaría que hay quienes se salvan?, ¿quién sostendría que hay algunos al menos, siquiera algunos, algunos al menos, que se libran?

Antes era la tierra desgraciadamente, a menudo era la tierra la que preparaba para el infierno. Hoy ya ni siquiera es así; no es ya la tierra la que prepara para el infierno. Es el infierno mismo el que se desborda sobre la tierra. Qué sucede, pues, Dios mío, qué ha cambiado, qué es lo que hay de nuevo. Qué habéis hecho de este pueblo, de vuestro pueblo cristiano. ¿Será posible que hayáis enviado a vuestro hijo en vano, y que Jesús haya muerto en vano, vuestro hijo que murió por nosotros? ¿Será posible que no hagáis cesar la gran tragedia que asola el reino de Francia?

Jesús, Jesús, un día, en una montaña de aquel país, vos tuvisteis piedad del pueblo, llorasteis sobre aquella multitud; aquella multitud tenía hambre, y para alimentarla, para apaciguar el hambre de su cuerpo, para satisfacer su hambre carnal, multiplicasteis los panes y los peces. Jesús, Jesús, Jesús, hoy vuestro pueblo tiene hambre y vos no lo reconfortáis.

Hoy, en este país, vuestro pueblo actual, en vuestra Lorena de cristiandad, en vuestra Francia de cristiandad, en vuestra cristiandad, vuestro pueblo de cristiandad tiene hambre. Carece de todo. Le falta pan carnal. Carece de pan espiritual. Y para alimentarlo, para satisfacer ambas hambres, para darle el pan de su cuerpo y el pan de su alma ¿es que ya no estáis con nosotros?, ¿es que ya no multiplicáis, que no multiplicaréis los peces secos y los panes?

¿No lloraréis sobre esta multitud?”[9]

En El pórtico del misterio de la segunda virtud se escucha todavía la inquietud del poeta, que se pregunta por la eficacia de la fe en el mundo, sobre todo para transformar  radicalmente las vicisitudes de los hombres —carcomidos por la miseria y el hambre— por medio de una caridad solícita. Pero igualmente se escucha la voz de un hombre que se adentra con paso lento y vacilante en el espacio de los designios divinos, que son misteriosos. Es el mundo de la confianza, del abandono, de la esperanza. Se trata, sencillamente, del reino insondable de la divina gracia. Desde allí, hace un importante descubrimiento, que es justo el que cambiará el tono del poema. La fe y la caridad, virtudes fundamentales que sostienen y alientan la vida cristiana, forman un “sistema” inescindible con otra virtud que, por desgracia, se considera poco, porque no se logra ver con claridad cómo incide en las vicisitudes del mundo: la esperanza. La fe abre al hombre a la conciencia de la vida eterna; pero, sin la esperanza, la fe no se sostiene y languidece frente a los embates de la vida. La caridad aproxima al hombre a los demás hombres y lo vuelve consciente de sus necesidades; pero, sin la esperanza, al final la caridad no puede evitar caer en la frustración y la cólera:

“Porque mis tres virtudes, dice Dios. Las tres virtudes, criaturas mías. Niñas hijas mías. Son también como mis otras criaturas. De la raza de los hombres. La Fe es una Esposa fiel. La Caridad es una Madre. Una madre ardiente, toda corazón. O una hermana mayor que es como una madre. La Esperanza es una niñita de nada. […]

La pequeña esperanza avanza entre sus dos hermanas mayores y no se la toma en cuenta. Por el camino de la salvación, por el camino carnal, por el camino escabroso de la salvación, por la senda interminable, por la senda entre sus dos hermanas la pequeña esperanza. Avanza. Entre sus dos hermanas mayores. La que está casada. Y la que es madre.

Y no se le presta atención, el pueblo cristiano no presta atención sino a las dos hermanas mayores. A la primera y a la última. Que van a lo más urgente. En el tiempo presente. En el instante momentáneo que pasa. El pueblo cristiano no ve sino a las dos hermanas mayores, no tiene ojos sino para las dos hermanas mayores. La que está a la derecha y la que está a la izquierda. Y no ve casi a la que está en medio. A la pequeña, a la que va todavía a la escuela. Y que camina. Perdida entre las faldas de sus hermanas. Y cree fácilmente que son las dos mayores las que arrastran a la pequeña de la mano. En medio. Entre ellas dos. Para hacerla seguir ese camino áspero de la salvación.

Los ciegos no ven, al contrario. Que ella en medio arrastra a sus hermanas mayores. Y que sin ella no serían nada. Sino dos mujeres ya de edad. Dos mujeres de cierta edad. Ajadas por la vida. […]

Arrastrada, colgada de los brazos de sus dos hermanas mayores, que la llevan de la mano, la pequeña esperanza avanza. Y en medio entre sus dos hermanas mayores aparenta dejarse arrastrar. Como una niña que no tuviera fuerza para andar. Y a la que se arrastraría por esa senda a pesar suyo. Y en realidad es ella la que hace andar a las otras dos. Y las arrastra. Y hace andar a todo el mundo. Y lo arrastra. Porque sólo se trabaja por los niños. Y las dos grandes no andan sino por la pequeña. […]

Qué haría uno, qué sería uno, Dios mío, sin los niños. Qué vendría uno a ser. Y sus dos hermanas mayores saben bien que sin ella no serían sino servidoras de un día. Solteronas en una choza. En una cabaña destartalada que se arruina cada día más. Que se gasta poco a poco. Viejas que envejecen solas y que se aburren en una casucha. Mujeres sin hijos. Una familia que se extingue.

Pero por ella, al contrario, saben bien que son dos mujeres generosas. Dos mujeres de porvenir. Dos mujeres que tienen algo que hacer en la existencia. Y que, por esa niña pequeña que educan, tienen todo el tiempo y aun la eternidad en la palma de sus manos”.[10]

En este poema, Péguy invita a los hombres —a tiempo y a destiempo, como el apóstol Pablo (2 Tim 4, 2)— a abandonarse a Dios, confiar en Él, esperar en sus designios, sobre la base teológica de que ha sido Él quien primero ha confiado en los hombres, aun cuando podría tener de sobra motivos razonables para no hacerlo:

“Hay que tener confianza en Dios hija mía. Hay que tener esperanza en Dios. Hay que poner confianza en Dios. Hay que dar crédito a Dios. Hay que tener esta confianza en Dios de tener esperanza en él. Hay que poner esta confianza en Dios de tener esperanza en él. Hay que dar este crédito a Dios de tener esperanza en él. Hay que poner esperanza en Dios. Hay que esperar en Dios, hay que tener fe en Dios, es todo uno, todo es lo mismo. Hay que tener esta fe en Dios que es esperar en él.

Hay que creer en él, que es esperar. Hay que tener confianza en Dios, él ha tenido de verdad confianza en nosotros. Hay que poner confianza en Dios, él ha puesto de verdad su confianza en nosotros. Hay que poner la esperanza en Dios, él ha puesto de verdad la esperanza en nosotros. Hay que dar crédito a Dios, él nos ha dado de verdad crédito a nosotros. Qué crédito. Todos los créditos.

Hay que poner fe en Dios, él ha puesto de verdad fe en nosotros. Singular misterio, el más misterioso, Dios se ha adelantado. O más bien no es un misterio propiamente, no es un misterio particular, es un misterio que se refiere a todos los misterios. Es un redoblamiento, es un agrandamiento al infinito de los misterios. Es un milagro. Un milagro perpetuo, un milagro de antemano, Dios se ha adelantado, un misterio de todos los misterios, Dios ha comenzado. Un milagro de todos los misterios, extraña, misteriosa inversión de todos los misterios.

Todos los sentimientos, todos los movimientos que debemos tener para con Dios, Dios los ha tenido para con nosotros, ha comenzado a tenerlos para con nosotros. Extraña inversión que corre a lo largo de todos los misterios, y los redobla, y los agranda hasta el infinito, hay que tener confianza en Dios, hija mía, él ha tenido de verdad confianza en nosotros. Ha puesto en nosotros esa confianza de darnos, de confiarnos a su hijo único. (Ay de nosotros, ay de nosotros por lo que le hemos hecho).

Inversión de todo, Dios ha comenzado. Dios nos ha dado crédito, ha puesto su confianza en nosotros. Se ha fiado, ha tenido fe en nosotros. Esta confianza ¿estará mal puesta?, ¿dirán que esta confianza ha sido mal puesta?”[11]

Dios exige de los hombres la confianza; pero no con imperativos moralistas, sino porque ha sido Él mismo quien ha enseñado a los hombres lo que es la esperanza, aguardando casi hasta la locura, en los límites de la “desesperación”, el retorno impredecible de los hijos pródigos, que están a un paso de caerse en el abismo y perderse en él definitivamente:

“Jesús era también un sencillo pastor. Pero qué pastor, hija mía. Pastor de qué rebaño, pastor de qué ovejas. En qué país del mundo. Pastor de cien ovejas que permanecieron en el redil, pastor de la oveja perdida, pastor de la oveja que vuelve. Y que por ayudarla a volver, ya que sus patas no podían llevarla, sus patas extenuadas, la toma dulcemente y la lleva él mismo sobre sus hombros, sobre sus dos hombros, dulcemente plegada como una media corona, en torno de la nuca […]. Así el Salvador, así el buen pastor, lleva a horcajadas esa oveja que se había perdido, que iba a perderse para que las piedras del camino no golpeen más sus pies golpeados. […]

Por esa oveja descarriada conoció Jesús el temor en el amor. Y lo que la divina esperanza pone de temblor aun en la caridad. Y Dios tuvo temor de tener que condenarla. Por esa oveja, y porque no volvía al redil, y porque iba a faltar a la llamada de la tarde, conoció Jesús, como un hombre, la inquietud humana, Jesús hecho hombre, conoció lo que es la inquietud en el corazón mismo de la caridad. La inquietud que roe el corazón de una caridad así agusanada, pero conoció también así lo que es la punta inicial del brote de la esperanza. […]

El Buen Pastor conoció por ella la inquietud. Por la que no se quedó con las noventa y nueve restantes. La mortal inquietud. (La devorante inquietud en el corazón de Jesús). La inquietud por no encontrarla. Por no saber. Por no encontrarla jamás. La humana inquietud. La mortal  inquietud por tener que condenarla.

Pero, en fin, se salvó. Él, el Salvador, se salvó. Se salvó de tener que condenarla. Cómo respira. […] No tendrá que condenar a esa alma. Por esa ovejita que se había simplemente equivocado de camino (eso le puede pasar a todo el mundo) […]. Por esa ovejita de nada que se había perdido, por esa criatura oveja, hombre, hecho hombre, conoció la naciente esperanza […]”.[12]

En Péguy, el acto más extremo de la confianza de Dios para con los hombres ha sido la entrega de su Hijo, por causa de su salvación eterna. La encarnación, por un lado, y la pasión, por el otro, son las columnas donde se asienta sólidamente el arco temporal de la confianza divina en la humanidad entera. Si se medita con detenimientos en ambos hechos es prácticamente imposible no sobrecogerse por un reverente asombro: Él es el Dios infinitamente poderoso, el Señor de la creación imponente, pero que, delante de los hombres, se define únicamente como confiado “abandono”:

“Jesucristo, hija mía, no vino a nosotros para contarnos frivolidades. Ya comprendes que no hizo el viaje a la tierra, un gran viaje, entre nosotros (y estaba tan bien donde estaba). (Antes de venir. No tenía todas nuestras preocupaciones). Él no bajó a la tierra para contarnos chistes ni gracias. No hay tiempo para divertirse.

No puso, no empleó, no derrochó los treinta y tres años de su vida terrestre, de su vida carnal, los treinta años de su vida privada, los tres años de su vida pública, los tres días de su pasión y de su muerte (y en el limbo los tres días de su sepulcro), no puso, no empleó, no derrochó todo eso, sus treinta años de trabajo y sus tres años de predicación y sus tres días de pasión y muerte, sus treinta y tres años de oración, su encarnación, que es propiamente su encarnamiento, su hacerse carne y carnal, su hacerse hombre y su muerte en cruz y su sepultura, su encarnamiento y su suplicio, su vida de hombre y su vida de obrero y su vida de sacerdote y su vida de santo y su vida de mártir, su vida de fiel, su vida de Jesús, para venir luego (al mismo tiempo) a meternos chismes.

No puso, no empleó, no derrochó todo eso. No hizo todo ese derroche considerable para venir a darnos, para darnos luego adivinanzas que adivinar como un mago. Haciéndose el vivo. No, no, hija mía […]”.[13]

Dicho sea de paso, llama la atención que el segundo poema de Péguy no se titule simplemente “El misterio de la segunda virtud” —a semejanza de los otros dos poemas, El misterio de la caridad de Juana de Arco y El misterio de los santos inocentes— sino que se llame propiamente “El pórtico del misterio de la segunda virtud”. Tal vez sea porque el acto de esperar de cada hombre, el acto de confiar en Dios, de abandonarse a sus manos, no puede finalmente ser preparado o inducido por las palabras de un poeta, sino realizado concretamente por la existencia de cada hombre que inividualmente se abre paso en el camino de la fe. Dicho con otras palabras: el poeta no puede “introducirnos” al mundo de la esperanza; sólo puede llevarnos a sus umbrales, a la entrada, a su portal; cruzarlo es un asunto que cada hombre debe resolver por sí mismo, en plena libertad, delante de Dios:

“Como los fieles se pasan de mano en mano el agua bendita, así nos debemos pasar los fieles, de corazón en corazón, la palabra de Dios. Nos debemos pasar de mano en mano, de corazón en corazón, la divina esperanza.

No basta que hayamos sido creados, que hayamos nacido, que hayamos sido hecho fieles. Hace falta, depende de nosotras como mujeres y fieles, depende de nosotras cristianas que lo eterno no carezca de lo temporal (singular trastorno), que lo espiritual no carezca de lo carnal.

Hay que decirlo todo, es increíble: que la eternidad no carezca de un tiempo, del tiempo, de un cierto tiempo. Que el espíritu no carezca de la carne. Que el alma por así decir no carezca del cuerpo. Que Jesús no carezca de Iglesia, de su Iglesia. Hay que llegar hasta el fin: que Dios no carezca de su creación. Es decir, depende de nosotros que la esperanza no mienta en el mundo”.[14]

El misterio de los santos inocentes es una continuación natural del segundo poema, al menos en su primera parte. Pero el poeta no sólo continúa contando —¿o será mejor decir “cantando”?— las excelencias desconcertantes de la esperanza, enfatizando su primacía sobre las otras dos virtudes —la fe y la caridad— como en el segundo poema; también explora la condición que deben cumplir los hombres que buscan vivir a plenitud la confianza en Dios, el abandono en sus manos. Ésta no puede ser más que volverse como los “niños”, actuar, comportarse y conducirse como hacen los “niños” en la vida. O, más que volverse como niños, el punto es volver a recordar el niño que se fue algún día y que ahora está escondido en el olvido. Pero, como quiera que se entienda la palabra, la cuestión central es descubrir de nueva cuenta los secretos de la infancia, tal como lo había indicado el mismo Jesús en el evangelio (Mt 18, 3):

“Dichoso aquel que se conserva como un niño. Y aquel que como un niño conserva esa inocencia primera. Mi hijo se lo ha dicho ya suficientes veces. Sin ningún disimulo y sin ninguna atenuación. Pues él hablaba limpio y firme. Y claro. Dichoso, incluso, no aquel, no sólo aquel que sea como un niño, que se conserve como un niño. Sino más propiamente dichoso aquel que sea (un) niño, que se mantenga niño. Propiamente, precisamente el mismo niño que fue. Puesto que justamente le ha sido dado a todo hombre el haber sido un día un bebé lactante.

Puesto que a todo hombre le ha sido dada esta bendición. Esta gracia única. Y el reino de los cielos no está a un precio más bajo. A otro precio. Mi hijo se lo ha dicho ya bastante. Y en términos bastante explícitos. El reino de los cielos será sólo para ellos. Y no será más que para ellos. […]

Pues hay en el niño, hay en la infancia una gracia única. Una totalidad, una primeridad absoluta. Un origen, un secreto, una fuente, un punto de origen. Un principio, por así decir, absoluto. Los niños son criaturas nuevas. Ellos también, ellos sobre todo, ellos los primeros toman el cielo por la fuerza. Rapiunt, roban. Pero qué violencia tan dulce. Y qué fuerza tan agradable y qué ternura de fuerza. Con qué gusto aguanta un padre, con qué gusto aguanta la violencia de esa fuerza, los abrazos de esa ternura.

Desde luego yo, dice Dios, no conozco nada tan bello en todo el mundo como un chiquillo que habla con nuestro Dios en el fondo de un jardín. Y que hace las preguntas y las respuestas (es lo más seguro). Un hombrecito que cuenta sus penas al buen Dios con la mayor seriedad del mundo. Y que se da él mismo los consuelos de Dios. Y yo os digo que esos consuelos que se fabrica, proceden directa y propiamente de mí.

No conozco nada tan bello en todo el mundo, dice Dios, como un pequeño mofletudo y descarado como un gitanillo, tímido como un ángel, que dice veinte veces hola, veinte veces buenas noches, saltando. Y riéndose y burlándose. Una vez no le basta. Debe ser así. No hay ningún peligro. Les hace falta decir buenos días y buenas noches. Nunca tienen bastante. Para ellos la vigésima vez es como la primera. Cuentan como yo. Así es como cuento yo las horas. Y por eso toda la eternidad y todo el tiempo es (como) un instante en el hueco de mi mano.

No hay nada más hermoso que un niño que se duerme rezando sus oraciones, dice Dios. Yo os digo que nada hay tan hermoso en el mundo. Nunca he visto nada tan hermoso en el mundo. Y, sin embargo, he visto cosas hermosas en el mundo”.[15]

Tanto en este poema como en el anterior, el lenguaje de Péguy no sólo se vuelve prolífico en las imágenes empleadas, sino también enormemente bello, con la belleza que da la sencillez de las palabras carentes de pretensión y afectación. Pero, sobre todo, se vuelve un lenguaje lleno de una dulzura que arrebata, de una ternura que derrite. A cada línea, sus palabras son como un bálsamo que atempera las angustias, conforta las tristezas, cura los dolores, consuela las decepciones de la vida; o, dicho en lenguaje cristiano, restaña los efectos del pecado, la expulsión del paraíso. Hay momentos en que no pueden leerse estos dos poemas sin sentir el corazón estrujado, el alma totalmente en vilo, con un nudo en la garganta, tocados por una indescriptible nostalgia que al mismo tiempo cura y hace daño.

En el Pórtico del misterio de la segunda virtud, por ejemplo, cuando describe con asombrosa precisión la íntima relación de un padre con sus hijos, desde su infancia más tierna hasta el momento en que ellos mismos son adultos y él desaparece de la tierra, porque ha dejado preparados a quienes tomarán su puesto en el mundo;[16] o cuando se adentra con inusitada perspicacia en el significado de las llamadas “parábolas de la misericordia”, que son la cifra y la cumbre de todas las parábolas pronunciadas por Jesús durante su vida pública, en particular la parábola del hijo pródigo, a la que sin embargo no repite.[17]En El misterio de los santos inocentes, en cambio, cuando considera el examen de conciencia como un acto de confiado abandono en las manos de Dios —abierto, a la par, a la gratitud y la penitencia— en lugar de un juicio que condena;[18] o cuando rinde un sentido homenaje a los niños martirizados por el dictador Herodes por ser las primicias inocentes del sacrificio del Cordero y, por lo mismo, dignos de entonar delante de Él el canto apocalíptico de los justos.[19]

V

Los tres misterios fueron escritos en momentos muy difíciles en la vida del poeta, que bien podría catalogarse como de “desesperación”. Péguy los escribió en medio de dos grandes fracasos: uno personal y otro profesional.

En el plano profesional, el fracaso estaba relacionado con su trabajo como editor. Su revista, los Cahiers de la Quinzaine, se vendía cada vez menos o perdía cada vez más suscriptores. Y aunque la publicó por muchos años con gran empeño, la más de las veces puso en riesgo la estabilidad económica de su familia, pues invertía en ella los ahorros personales. Mientras tanto, sus obras poéticas se acumulaban en las bodegas porque los ejemplares no se vendían; a lo mucho, un par de ejemplares en varios años. A esto se sumaba el hecho de que la mayoría de sus amigos más cercanos jamás habían leído alguna de sus obras poéticas o lo llegaron a hacer sólo hasta después de su muerte, en 1914, durante la Primera Guerra Mundial.

En el plano personal, el fracaso tenía que ver con su conversión (o, como a él le gustaba afirmar, su vuelta a la fe de la infancia), que afectó las relaciones con su familia. Su esposa se había casado con él cuando era socialista y su conversión fue vista por ella como una traición a los ideales juveniles que enarbolaban ambos. Así pues, ella lo amenazó con marcharse de casa junto con los hijos si él practicaba la religión que había recuperado. Péguy apostó por mantenerse fiel a su esposa, aunque esto implicara en la práctica no asumir públicamente su fe. Por eso no frecuentaba las iglesias (a menos que estuviesen vacías), no recibía los sacramentos (por su matrimonio irregular) y, lo que más le dolía, no podía hablar de su fe dentro de casa, para no enemistarse con su esposa. Era simplemente, como dice Attilio Galli, “un cristiano sin iglesia”.[20]

Con relación a los hijos, hay dos situaciones que tocaron íntimamente a Péguy, porque en realidad le preocupaban: por un lado, los frecuentes quebrantos de salud y la falta de dinero para curarlos; por el otro, el hecho de no poder bautizarlos, acercarlos a la Iglesia, compartir con ellos su fe, para evitar dificultades con su esposa. En una palabra, le inquietaba no poder ayudarlos en sus necesidades materiales y atenderlos en sus necesidades espirituales.

Fue de esta manera dolorosa como Péguy aprendió a confiar, es decir, a vivir de la esperanza. Los poemas, por eso, tienen un fuerte carácter testimonial, porque no hablan de otra cosa más que de lo vivido en primera persona por el poeta. Un pasaje particularmente conmovedor del segundo poema es cuando Péguy habla de un hombre —que, en realidad, es él mismo— que, en una situación de gran apuro, tomó a sus hijos y los llevó a la Iglesia, hasta el altar de la Virgen, para entregárselos, para ofrecérselos o, mejor dicho, para confiarlos a sus manos porque, en última instancia, ella es la madre de todos los hombres. O dicho de otra manera, los había recibido en su propia vida de forma más verdadera a través de la intercesión de la Virgen. Este ofrecimiento le ayudó a no claudicar en su tarea, no faltar a su misión de padre. Un acto que llenaba a aquel hombre de vergüenza, pero que también lo hizo volver a casa con una gran paz y enorme regocijo:

“Piensa en sus hijos que puso expresamente bajo la protección de la Virgen. Un día que estaban enfermos. Y que él había tenido mucho miedo. Piensa temblando aún en aquel día. En que había tenido tanto miedo. Por ellos y por él. Porque estaban enfermos. Había temblado de veras. De sólo pensar que estaban enfermos. Había comprendido que así no podía vivir. Con los niños enfermos.

Y su mujer tenía tanto miedo. Tan espantoso miedo. Que tenía la mirada fija hacia dentro y la frente cerrada y no decía ya ni una palabra. Como un animal enfermo. Que se calla. Porque tenía el corazón oprimido. La garganta estrangulada como una mujer a la que se estrangula. El corazón en un torno. La garganta en los dedos, en las mandíbulas de un torno. Su mujer apretaba los dientes, apretaba los labios. Y hablaba poco y con otra voz. Con una voz que no era la suya. Tenía tan espantoso miedo. Y no quería decirlo.

Pero él, por Dios, era un hombre. No tenía miedo de hablar. Había comprendido perfectamente que eso no podía seguir así. Eso no podía durar. Así. No podía vivir con los niños enfermos.

Entonces había dado un golpe (un golpe de audacia), se reía todavía cuando lo pensaba. Hasta se admiraba un poco. Había de qué. Y se estremecía todavía. Hay que decir que había sido realmente atrevido y fue un golpe audaz. Y sin embargo, todos los cristianos pueden hacer otro tanto. Hasta se pregunta uno por qué no lo harán. […]

Él, audaz como un hombre. Había tomado, por medio de la oración había tomado. […] A sus tres hijos en la enfermedad, en la miseria en que yacían. Y tranquilamente os los había puesto. Por la oración os los había puesto. Muy tranquilamente, en los brazos de la que está cargada con todos los dolores del mundo. Y que tiene ya los brazos tan cargados. Porque el Hijo tomó todos los pecados. Pero la Madre tomó todos los dolores.

Había dicho, en la oración había dicho: «Ya no puedo más. Ya no comprendo nada. Estoy hasta la coronilla. Ya no quiero saber más. No me importa. […] Tómalos. Os los doy. Haced de ellos lo que queráis. Estoy harto. La que ha sido madre de Jesucristo puede ser también madre de estos dos chicos y de esta chica. Que son los hermanos de Jesucristo. Y por los que Jesucristo vino al mundo. Qué te supone esto. Tienes tantos otros. Qué te supone uno más o menos. Has tenido al pequeño Jesús. Has tenido tantos otros».

Los hombres necesitan un aplomo para hablar así. A la Virgen. Las lágrimas al borde de los párpados, las palabras al borde de los labios, hablaba así, en la oración hablaba así. Por dentro.

Tenía una gran cólera (Dios lo perdone), se estremece todavía (pero está tan violentamente contento de haber pensado en eso). (Tonto, como si lo hubiera pensado él, el pobre hombre). Hablaba con una gran cólera (que Dios lo proteja), y en esa gran violencia y, por dentro, dentro de esa gran cólera y de esa gran violencia, con una gran devoción.

«Ya lo veis —decía— os los doy. Y me doy media vuelta y me escapo para que no me los devolváis. Ya no los quiero. Bien lo veis». Cómo se aplaudía de haber tenido el coraje de dar ese golpe. Todos no hubieran osado.  Estaba feliz. Se felicitaba riéndose y temblando.

(No había hablado de ello a su mujer. No se había atrevido. Las mujeres son quizá celosas. Más vale no hacer problemas en casa. Y tener paz. Lo había arreglado él solo. Es más seguro. Y está uno más tranquilo).

Desde entonces todo marchaba bien. Naturalmente. Cómo queréis que marche de otra manera. Que bien. Pues la Virgen intervenía. Ella se encargaba. Ella entiende más que nosotros. Y Ella, que los había recibido, tenía otros, sin embargo, desde antes que esos tres.

Había dado un golpe único. (¿Por qué no lo harán todos los cristianos?). Había sido rudamente atrevido. Pero quien nada arriesga, nada tiene. Sólo los más tímidos pierden. Es raro de verdad que no hagan otro tanto todos los cristianos. Es tan sencillo. Nunca pensamos en lo sencillo. Buscamos, buscamos, nos desvivimos, nunca pensamos en lo más sencillo. En fin, somos tontos, más vale decirlo de una vez. […]

Bien sabía él que la que los había recibido los recibiría. No tendría corazón para dejarlos huérfanos. (Qué cobarde había sido él, con todo). No podía ella dejarlos en una esquina. (Contaba con eso, el muy fresco). Ella estaba realmente obligada a recibirlos. La que los había recibido. Él se felicitaba todavía”.[21]


* Participación en la presentación del libro Los tres misterios, de Charles Péguy. Aula virtual del Centro de Investigación Social Avanzada (Cisav), de la ciudad de Querétaro, 9 de noviembre de 2023. El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace:  Diazolguin (Los misterios de Charles Péguy).

[1] Entre las publicadas en vida: Juana de Arco. Pieza en tres actos: Domrémy, Las batallas; Rouen; La canción del rey Dagoberto; Los Siete contra Tebas; Castillos del Loira; El tapiz de Santa Genoveva y Juana de Arco; Los Siete contra París; El tapiz de Notre Dame; Santa Genoveva, patrona de París; Eva. Y entre las obras publicadas póstumas: El misterio de la vocación de Juana de Arco; La balada del corazón que tanto late.

[2] Encuentro, Madrid, 1978. Traducción de Manuel Pecellín Lancharro.

[3] Encuentro, Madrid, 1991. Traducción de José Luis Rouillon Arróspide.

[4] Encuentro, Madrid, 1993. Traducción de María Badiola Dorronsoro.

[5] Cf. El misterio de la caridad de Juana de Arco, pp. 20-44.

[6] Cf. El pórtico del misterio de la segunda virtud, p. 13. El poema se abre con el siguiente encabezado: “La madre Gervasia entra”; y, a partir de ese momento, no se detiene sino hasta llegar al final del poema.

[7] Cf. El misterio de los santos inocentes, pp. 87-126; si bien hay otro diálogo poético mucho más atrás, pero de menor extensión, cuando ambos personajes hablan sobre el juicio final (pp. 26-28).

[8] El misterio de los santos inocentes, pp. 146-147 (con leves modificaciones). En adelante, los pasajes de Péguy de los tres “misterios” se citan en forma de prosa poética, por economía de espacio.

[9] El misterio de la caridad de Juana de Arco, pp. 44-45.

[10] El pórtico del misterio de la segunda virtud, pp. 18; 21-22; 23; 34-35 (con leves modificaciones).

[11] Op. cit., pp. 92-94.

[12] Op. cit., pp. 55-56, 57, 65-66 (con leves modificaciones).

[13] Op. cit., 76-77; texto paralelo, pp. 87-89.

[14] Op. cit., pp. 85, 86.

[15] El misterio de los santos inocentes, pp. 137-138; 140-142.

[16] El pórtico del misterio de la segunda virtud, pp. 23-33.

[17] Op. cit., pp. 113-121.

[18] El misterio de los santos inocentes, pp. 16; 18-24.

[19] Op. cit., pp. 154-179.

[20] Cf. Charles Péguy. Contestataire total, Monte Carlo, Regain, 1972.

[21] El pórtico del misterio de la segunda virtud, pp. 41-44 (con leves modificaciones).

Sobre la alegría*

Estimado amigo:

Hace tiempo que llevo preguntándome sobre la alegría. Entre muchas cosas, me interesa elucidar su cualidad afectiva, su estructura ontológica, su dinámica psicológica. Pero, al igual que tú, me interesa sobremanera determinar los objetos que la suscitan, las cosas que la provocan, pues difícilmente podemos admitir que la alegría surge en nuestro interior sin una razón aparente. La alegría nos conduce a mirar hacia dentro de nosotros, pero también nos invita a considerar el mundo donde nos encontramos. Sobre todo, nos llama a atender la relación que hay entre ambos extremos: el mundo exterior y el ámbito interior.

Tal vez no he avanzado mucho en el camino de mis propias reflexiones, pero te comparto de buena gana algunas cosas que hasta ahora he descubierto en el trayecto. Espero que en algún punto se nos haga evidente algún aspecto de su belleza, algún elemento de su importancia antropológica.

I

La alegría es una vivencia afectiva que tiene una estructura “intencional”,[1] es decir, está siempre referida a una objetividad: uno no se alegra “de nada” ni tampoco “por nada”; nuestra alegría siempre es “en virtud de algo”. Este algo es la “fuente” de nuestra alegría y, sin él, ésta carecería de sentido.

Este “algo”, sin embargo, no es propiamente una cosa, sino un “estado de cosas”;[2] lo expresamos claramente en el lenguaje con la fórmulas “de que” o “porque”: nos alegramos porque un amigo nos visita, porque hallamos un objeto perdido, porque hemos superado un examen, porque hemos encontrado trabajo, porque ya no estamos enfermos; asimismo, nos alegramos de que ha salido el sol (en un día de frío), de que la cuesta de enero haya bajado, de que en las elecciones haya ganado el mejor candidato, de que el bebé haya nacido sin problemas, de que viaje haya terminado sin contratiempos.

II

Estos estados de cosas pueden ser de cualquier índole, como lo muestran los ejemplos aducidos: muy nobles y elevados o muy sencillos y discretos. Pero todos ellos poseen una “importancia”; todos ellos son “significativos”. Estados de cosas “irrelevantes” o estados de cosas “neutros” no motivarían en nosotros alegría; más bien, nos dejarían indiferentes (por ejemplo, que una mascota camine por la calle o una persona estornude en un restaurant, que los servicios del Ayuntamiento recojan la basura o que el despertador suene a las siete en punto de la mañana).

Sólo habría que elucidar si esa importancia o significatividad de los estados de cosas es “objetiva” o tiene un carácter “subjetivo”, es decir, si se debe a los estados de cosas mismos (a su naturaleza) o está ligado en cierto sentido a una pretensión nuestra (un deseo o un anhelo). Esto es importante, porque de ello dependerá el carácter moral de nuestra alegría; pues, en efecto, alegrarse de que a un vecino lo hayan asaltado en el transporte público o de que al equipo contrario al nuestro le hayan marcado un penalti injustamente es, en sentido estricto, inmoral. Incluso, podríamos decir que “no deberíamos” alegrarnos de eso o, si hemos empezado a estarlo, “tendríamos” que refrenar en nosotros este afecto.

Otro rasgo de los estados de cosas que motivan nuestra alegría es que todos son “positivos”; de alguna manera implican “algo bueno”. El lenguaje lo revela también en los ejemplos mencionados: es bueno que un amigo nos visite, que encontremos un objeto perdido, que hayamos superado un examen, que ya no estemos enfermos, que hayamos encontrado trabajo. Este carácter de “bondad” es lo que distingue la alegría de la tristeza, que se lamenta de estados de cosas hasta cierto punto “malos” (o al menos “negativos”).

III

Una cosa que no logro ver con claridad es si nos alegramos por estados de cosas pasados o futuros, pues me parece que la alegría está centrada en estados de cosas presentes, esto es, que aquí y ahora han ocurrido. Es posible que supere el examen de final del curso o salga pronto de la enfermedad que me postra ahora; pero mientras ello no ocurra —pues podría no ocurrir, al menos pronto— no me alegro; más bien, aguardo el momento uno con confianza y el otro con esperanza.

En cambio, de estados de cosas pasados puedo alegrarme, pero esta alegría es muy curiosa: puedo alegrarme nuevamente de que haya sucedido lo que sucedió (encontrar trabajo, hallar el objeto perdido), pero también de que finalmente haya sucedido en lugar de no haber sucedido (pues la posibilidad de fracaso siempre estuvo presente). Esta alegría, dicho sea de paso, es “otra” alegría, es una “nueva” alegría, que se distingue, pues, de la alegría del momento en que sucedió el estado de cosas que sucedió. Así pues, un mismo estado de cosas puede concitar dos vivencias de alegría dentro de nosotros, pero no exactamente por el mismo motivo: en el primer caso, nos alegra como tal el estado de cosas (hallar a un hijo perdido en un centro comercial); en el segundo caso, nos alegra que la historia haya terminado bien, en lugar de mal.

IV

Para comprender mejor la naturaleza de la alegría hay que distinguirla de otras cosas que de alguna manera se le parecen. La alegría se distingue de la “diversión”, como bien afirmas; pero también se diferencia del simple “estar de buenas”. Este último es un mero estado de ánimo; aquel otro, en cambio, es resultado de un momento de distensión anímica. Asimismo, la alegría no es lo mismo que la “risa”, pues mientras la primera surge porque ha sucedido un estado de cosas bueno y positivo —como ya he mencionado— la risa brota ante estados de cosas “cómicos” o “ridículos”, sin atender propiamente a su importancia bondadosa o significación positiva.

Ahora bien, que todas estas cosas se distingan no significa que entre todas ellas no haya algunas formas de relación. Por ejemplo, como hoy amanecí “de buenas”, decidí ir a los juegos mecánicos de la feria para “divertirme”; me “alegra” que me hayan acompañado ciertos amigos y me he “reído” de algunas cosas chuscas que allí nos sucedieron. Sin embargo, es interesante saber si todas estas cosas se relacionan de manera significativa o se encadenan entre sí de manera puramente causal o simplemente confluyen en los mismos hechos.

V

Quizá la cuestión más interesante que deberíamos plantearnos es la relación (y la diferencia) de la alegría con la felicidad. Aunque solemos tomarlas por idénticas, podemos darnos cuenta que una vivencia no es igual a la otra.

Aunque pueda durar un cierto tiempo, la alegría está centrada más en el aquí y en el ahora; la felicidad, en cambio, rebasa esta temporalidad tan puntual, trasciende la eventualidad del tiempo. Por otro lado, la felicidad es mucho más profunda, penetra en estratos más hondos de nuestro ser; la alegría, por su parte, puede ser incluso intensa, vibrante, pero casi siempre es epidérmica, está “a flor de piel”. La alegría, además, “colorea” vivamente nuestra vida anímica, la “ilumina” hasta cierta punto, pero la felicidad le confiere cierta “plenitud” existencial, le aporta un carácter de “certeza”. La alegría hace “vibrar” nuestra alma entera; pero la felicidad “toca” propiamente el punto neurálgico de nuestro ser: el yo.

Finalmente, desde otro punto de vista, podemos estar alegres dentro de una infelicidad de fondo, lo cual funciona, hasta cierto punto, como un bálsamo sobre una herida muy íntima, pues una infelicidad constante puede destruirnos humanamente, pero instantes de alegría pueden arrancarnos de ese peligroso ensimismamiento. Y, en sentido inverso, cuando de alguna manera somos muy felices nos damos cuenta, las más de las veces, cuán fugaces son las alegrías, qué efímeros son sus motivos, aunque éstos sean buenos; si bien agradecemos estos momentos positivos de la vida, no por eso nos apegamos a las alegrías, no por eso las buscamos a toda costa.

Te saludo con afecto

José R.

* Un viejo amigo se preguntaba hace tiempo sobre las “fuentes” de las que brota la alegría, en la red social donde suele compartir sus pensamientos. Asimismo, le interesaba saber la diferencia entre la alegría y la diversión, con la cual tiene cierto parecido. Esta carta es mi contribución al debate de ideas que se suscitó inmediatamente después entre varias personas. El documento se puede descargar en formato pdf pinchando en el siguiente vínculo: Diazolguin (Sobre la alegría).

[1] Uso la palabra “intencional” en el sentido en que la emplea Dietrich von Hildebrand en sus escritos, esto es, como una relación consciente y significativa que establece una persona con algún objeto del mundo. Por ejemplo, en el capítulo 17 de Ethik (Habbel, Regensburg, 1973, p. 201) y el capítulo 2 de Über das Herz. Zur menschlichen und gottmenschlichen Affektivität (Habbel, Regensburg, 1967, p. 57).

[2] Sobre la diferencia entre “cosas” y “estados de cosas” pueden verse también los escritos de Dietrich von Hildebrand; por ejemplo, el capítulo 17 de Ethik (Habbel, Regensburg, 1973, pp. 208-216, 216-218) y el capítulo 1 de Was ist Philosophie? (Habbel, Regensburg 1976, pp. 22-26).

Totalidad

I

Toma, Señor,

entre tus dedos blondos,

mi carne débil,

mis delicados hombros.

Vuelve de luz mi pecho,

llena de paz mi rostro,

y que mi risa fluya suave y limpia

como mis ojos…

II

Toma, Señor,

entre tus dedos blondos,

mi corazón endeble,

mi pequeñez de mosco.

Pues tú sabrás volver

como incienso oloroso,

diáfano cirio,

claveles rojos,

para tu altar de gloria

mi lodo…

III

Sé que por mío

es poco;

¡y qué hacer,

si me hiciste de humilde polvo!

Pero en tus manos suaves

de Señor poderoso

has de cambiar mi espíritu

amorfo

y has de poner en él

la impronta de tu rostro…

IV

¡Toma, Señor,

mi lodo,

que de ansias de tus dedos

me vuelvo loco!

José R.

Sobre el camino y el caminar*

Estimado amigo:

Agradezco el artículo de tu autoría que hace algunas semanas me hiciste llegar. Agradezco, sobre todo, la confianza que has tenido en mí para hacer una lectura crítica de tus planteamientos. Espero estar a la altura de tus exigencias y expectativas pero, sobre todo, de la amistad que me prodigas.

Lo que te comparto a continuación es la primera reacción que ha generado en mi mente tu escrito. Quizá por ello, mis palabras deban ser acogidas más bien con benevolencia que con seriedad. El trabajo de las clases de los últimos días me ha impedido de hacer una lectura atenta y juiciosa. De todos modos, pienso que sabrás sacar algún provecho de algunas de mis observaciones.

I

Ante todo, quisiera decirte que tu trabajo me ha gustado mucho, y creo que los encargados de cualquier revista académica estarían dispuestos a publicarlo sin mayores problemas. Pienso que acercarnos a la naturaleza del hombre a través de la consideración de ciertas situaciones vitales —como haces en tu artículo— es una tarea que necesitamos con urgencia en los tiempos actuales. Su cotidianidad, por un lado, y su concreción, por el otro, contrastan en buena medida con los discursos abstrusos y desarraigados que abundan en los medios intelectuales dentro de los cuales nos movemos. Nos revela, además, la profundidad que hay tras los hechos y actos en apariencia comunes y sencillos, como dormir, despertar, asearse, saludar, comer, ordenar, reír, trabajar y, en el caso presente, caminar.

Tu escrito me recordó —dicho sea de paso— la forma magistral como Romano Guardini describe en su librito Los signos sagrados[1] los fenómenos elementales de la liturgia (como arrodillarse, mantenerse de pie, marchar, hacer el signo de la cruz o golpearse el pecho) y el modo genial como Georg Simmel se acerca en sus libros El individuo y la libertad[2] y Sobre la aventura[3] a la estética de la naturaleza (“Los Alpes”), el valor de los utensilios (“El asa”), la importancia de las obras culturales (“Puente y puerta”) y el secreto de los despojos de éstas (“Las ruinas”).

II

Una cosa que me ha llamado la poderosamente atención de tu trabajo es su “brevedad”. Sé que no todas las composiciones musicales están llamadas a ser obras monumentales y que en un discreto “nocturno” de Chopin hay tanta belleza como en una clamorosa “sinfonía” de Beethoven. Pero me parece que la brevedad de tu trabajo está más vinculada a una cuestión de “inacabamiento” que a una propuesta formal específica (como los ensayos de Guardini que recién he mencionado, que propiamente pueden considerarse verdaderas “miniaturas” intelectuales, cuya brevedad es parte específica de su forma).

Si bien es claro lo que quieres compartir con tu escrito, creo que éste no ha podido trascender aún el carácter de un “esbozo”. Esto lo aprecio justamente en las dos palabras que resumen el contenido de tu artículo: no sólo quieres hablar de los caminos en sí y del caminar en cuanto tal, sino además buscas poner de relieve la importancia formativa que se encuentra en ambas cosas, con miras a exaltar tanto el encanto como la seducción que fundamentan su estética. Pero lo primero abarca tan sólo un tercio de tu trabajo y lo segundo no va más allá de un breve párrafo.

III

Aunado a lo anterior, creo que hace falta abordar con mayor detenimiento algunos de los conceptos centrales del escrito, tocarlos desde diferentes perspectivas y enriquecerlos con distinciones importantes.

Por un lado, pienso en el acto de “caminar”: el hombre podría definirse correctamente —creo yo— como homo ambulans. Pero, ¿qué es “caminar”? No sólo saber por qué caminamos o para qué caminamos y ni siquiera entender en qué consiste caminar, sino propiamente determinar qué significa en sí misma esta actividad. Pues de la respuesta a esta pregunta podemos entender también por qué caminar nos “define” como hombres. Y bajo esta perspectiva, cabría preguntarse: ¿los animales caminan o únicamente se desplazan o, más aún, sólo se mueven? Pero los hombres no sólo caminamos; también paseamos, peregrinamos, marchamos, deambulamos, vagamos, erramos, andamos sin rumbo e incluso nos extraviamos. Así que nos encontramos ante un fenómeno sumamente complejo, lleno de muchas implicaciones y sentidos. En cada acto, además, vamos siendo “algo” distinto o, incluso, “alguien” diferente: caminar, por así decir, nos desplaza; pero pasear nos recrea y peregrinar nos purifica; cuando vagamos nos desentendemos de todo (incluso de nosotros mismos), pero cuando nos extraviamos nos perdemos a nosotros mismos (aun estando en medio de todo). Y esto, sin tomar en cuenta todavía si vamos solos o acompañados por alguien; pues caminar puede ser un acto solitario o social, público o íntimo. Podemos pasear solos por cualquier parte, pero peregrinar hacia un sitio sólo podemos hacerlo con alguien más. Por cierto, la palabra “compañía” puede entenderse en un sentido estático, inmóvil, quieto; pero “acompañar” no puede entenderse más que a través del acto de caminar, esto es, de marchar con alguien.

Por otro lado, pienso en esa realidad denominada “camino”: ese nexo mediante el cual dos puntos, entre sí distantes en el espacio, se aproximan. A este respecto, ¿los animales cuentan con “caminos”? Uno está tentado a decir que sí cuando se observan a las manadas de búfalos, cebras, antílopes, elefantes desplazarse cada año por las sabanas africanas, pasando de un punto determinado a otro punto también determinado. Pero, ¿son “caminos” en sentido estricto? ¿No hollan solamente la tierra con la fuerza de su paso continuo, movidos por el hambre o la necesidad de agua? Esas pisadas, ciertamente, pueden detectarse con claridad por la sabana, puede seguirse con precisión el rumbo que siguen; ¿pero su presencia física puede considerarse un “camino”? ¿No son tan sólo meras marcas que el paso continuo por un lugar ha dejado impresas en el suelo? Los caminos presuponen el dominio espiritual sobre los espacios físicos; de lo contrario, no pueden trazarse y mucho menos seguirse. Detrás de cada camino, además, hay un acto espiritual de instauración y de apertura. Su existencia requiere tanto de la inteligencia como de la voluntad del hombre: lo primero, para entrever sus posibilidades; lo segundo, para que dejen de ser meras posibilidades. Pero los caminos no sólo unen puntos distantes del espacio, sino que de hecho “abren” el espacio, rompen la homogeneidad de su continuo; haciéndolo, vuelven la tierra un espacio “habitable” para el hombre (o, en este caso, tal vez sea mejor decir “transitable” para éste). Es necesario reflexionar, además, sobre los distintos “tipos” de caminos: desde un modesto sendero en la montaña o en el bosque hasta una avenida flamante en una gran ciudad. Lo mismo hay que decir de las condiciones y características de los caminos: sinuosos, rectos, accidentados, llanos, resbalosos, inclinados, polvorientos, pavimentados.

Estas disquisiciones no son meros ejercicios intelectuales; están encaminadas a una comprensión nueva y diferente del hombre: de su vida espiritual y, a su vez, moral. Por ejemplo, no hay manera más gráfica de entender la naturaleza de la decisión —y de vislumbrar el drama de la vacilación que la precede— que hallarse delante de un camino que de repente se “bifurca”. Asimismo, nada ayuda a comprender con tanta claridad la dinámica del perfeccionamiento moral que un camino “sinuoso” y “cuesta arriba”. La vida de los hombres buenos, además, puede no ser siempre un camino “llano”, pero finalmente será un camino “recto” (como afirma el salmo primero de la Biblia). Por otro lado, nada ayuda tanto a un hombre a concebir el significado de la vida que el acto mismo de estar “en marcha”, esto es, de “caminar”. No por nada, el hombre antiguo amaba definirse a sí mismo — especialmente desde el punto de vista cristiano— como homo viator.

IV

Una cuestión que en tu escrito no me quedó muy clara es la equiparación del caminar con el “navegar” (por ejemplo, en los primeros dos apartados). Aparentemente son lo mismo, por cuanto que en ambas acciones dos puntos distantes entre sí finalmente se conectan (como el Viejo Mundo con el Nuevo Mundo o México con las Filipinas). Pero aquí el punto a considerar no es tanto lo que se consigue, sino la forma en que se hace. No estoy tan seguro que en el navegar se encuentren sin más las mismas características que en el caminar.

Por lo pronto, el sentido de “errar” o de “pasear” parece no tener equivalente con el mundo marítimo (a menos que así se entienda cierta navegación deportiva). En contraparte, el navegar aporta otras categorías para vislumbrar la naturaleza del hombre que no tienen paragón con el caminar; por ejemplo, “ir a la deriva” o “naufragar”. Además, en el navegar hay un fenómeno peculiar que no tiene un equivalente en el caminar; pues mientras en este último acto todo es “actividad”, “operatividad”, en el otro acto hay también un sentido de “inercia” o “pasividad” pues, aparte de remar para cruzar los océanos de un punto a otro existe también un ser llevado los por vientos propicios de un extremo a otro del anchuroso mundo.

V

Caminar tiene repercusiones sobre las tres dimensiones del hombre; esto es importante para comprender su aspecto formativo.

Por un lado, el cuerpo se fortalece, al mismo tiempo que se tonifica; y esto, por la práctica continua del caminar, pero también por la distancia recorrida al hacerlo. Caminar nos mantiene “saludables”.

Por otro lado, experimentamos distintos estados de ánimo mientras caminamos (alegría, paz, solaz, deleite) o caminar nos da la posibilidad de pasar de un estado de ánimo negativo a un estado de ánimo más favorable (como cuando uno está embotado por el trabajo, entumecido creativamente, frustrado por algún inconveniente, triste por una circunstancia adversa). Caminar nos mantiene “equilibrados”.

Asimismo, nuestro espíritu madura, se eleva, ahonda en sí mismo, se purifica al caminar; y esto, tanto en el intelecto como en la voluntad; ya en la esfera conativa como en la esfera afectiva. En efecto, al caminar, pensamos, reflexionamos, meditamos, contemplamos, sopesamos, ponderamos, decidimos, resolvemos; unas veces deseamos y otras veces esperamos, da salida a nuestra búsqueda y motivos a nuestra expectativa. Caminar nos “plenifica”.

VI

Una cosa que he echado de menos en tu escrito es el influjo de la tecnología tanto en el acto de caminar como en la naturaleza de los caminos. Ante todo, ésta ha tenido un efecto hasta cierto punto benéfico sobre los caminos: los ha allanado y ha reducido en mucho su sinuosidad; también ha minimizado su carácter agreste, convirtiéndolos en modernas vías. Y, si bien no puede disminuir la distancia espacial que separa los puntos que conecta, ha contribuido a que el recorrido de los mismos sea ágil, expedito, sin complicaciones y que en la vivencia humana de recorrerlos casi “ni se sientan”.

Esto último significa, a su vez, que el acto de caminar se ha transformado. Por lo pronto, los hombres experimentamos menos fatiga al hacerlo, pues no es lo mismo ir cuesta arriba en una montaña por un camino sinuoso abierto apenas entre las rocas y las malezas que por una anchurosa autopista pavimentada que va hacia arriba casi en línea recta. La velocidad de caminar también se ha modificado. Las modernas vías han contribuido a que caminar sea un ejercicio cada vez más rápido y llegue incluso más lejos respecto a otros tiempos.

Mas, como decía Romano Guardini en sus escritos fenomenológicos sobre la cultura (como en La cultura como obra y riesgo[4]), toda aportación cultural no sólo trae un beneficio (inmediato) para el hombre, sino también una pérdida (a largo plazo) para éste.

Con las aportaciones tecnológicas, por ejemplo, el caminar del hombre se ha hecho más rápido, pero también se ha vuelto apresurado, precipitado, frenético. Esto, por un lado, genera tan sólo impaciencia y desesperación en el hombre, impidiéndole experimentar otros tipos de vivencias (paz, sosiego, regocijo); pero, por el otro, reduce la riqueza polifacética del caminar a una sola de sus versiones: “ir”, pero ya no “peregrinar”, “marchar”, “pasear”. El caminar del hombre moderno es más funcional que estético; se rige por criterios pragmáticos, más que por motivos sociales y razones espirituales.

La naturaleza de los caminos también se ha modificado con las aportaciones tecnológicas. De hecho, lo primero que ha conseguido —por paradójico que parezca— es que desaparezca el caminar. Los hombres modernos difícilmente caminan, pues este acto ha sido suplido por los vehículos de cualquier especie: mecánicos (bicicletas) o motorizados (autos). Esto se nota, a su vez, en la forma de sus cuerpos, la índole de sus estados de ánimo y su pobreza espiritual.

Por si fuera poco, los caminos como tales también han desaparecido, empezando porque su diversidad de tipos se ha reducido al estándar monocromático de las avenidas, hechas de concreto o de pavimento; pero, a su vez, porque su estética se ha retirado vergonzosamente ante la dictadura de la funcionalidad y la economía. Por otro lado, los caminos actuales unen tanto que ya no “separan” y, con ello, consiguen que la complejidad del mundo desaparezca ante la homogeneidad del espacio.

VII

Lo anterior, como podrás darte cuenta, afecta a la percepción que tiene el hombre de sí mismo y de la vida. Habría que hablar aquí en un lenguaje simbólico para entenderlo con claridad, pues los caminos y el caminar no sólo están en el plano inmediato de la existencia, sino se extienden a su vez a una dimensión profunda que no es irrelevante para el hombre, por su carácter significativo. Voy a expresar esto con las palabras mismas de Romano Guardini.

En el libro Cristianismo y sociedad,[5] Guardini afirma lo siguiente sobre el carácter simbólico de los caminos:

“Hay figuras que, por encima de su sentido inmediato, manifiestan un segundo sentido, más profundo. Son capaces de iluminar la existencia y de darle una orientación. […] Lo mismo puede decirse del «camino». Lo conocemos gracias al mundo de las obras de utilidad pública, como el presupuesto de una marcha segura; pero desde el momento en que lo asocio con el concepto de «vida» se transforma en una imagen y me enseña algo sobre la existencia. Me dice que, en general, se puede caminar; me recuerda la posibilidad de perderse; afirma que hay un punto de partida y de llegada, que son necesarios el esfuerzo y el reposo, que existen la intemperie y el hogar, etc.”.[6]

Poco más adelante, en la misma obra, Guardini sostiene con más precisión acerca de la misma idea:

“Hablando de la época actual, Rainer Maria Rilke dice, en su Novena Elegía del Duino, que la forma actual de trabajar [para el hombre] es un «operar sin imagen». Lo que el término «imagen» significa aquí tal vez podríamos esclarecerlo de la siguiente manera:

Las imágenes son representaciones que surgen del contacto con una cosa concreta o con un acontecimiento determinado, pero cuyo significado impregna la existencia entera. Ellas iluminan y expresan modos de encontrase el hombre a gusto en ella. Pertenecen a la sustancia básica de la conciencia. No son ideas innatas, pues estas no existen. Pero en el fondo del espíritu hay una predisposición para suscitarlas; y se necesitan muy pocos contactos con las realidades del mundo para que eso ocurra. Las imágenes penetran en los temas de la historia, en la poesía, en la sabiduría popular, en el arte, constituyendo una tradición que actúa por doquier.

[…]

El camino es otra de esas imágenes: la imagen de que un lugar transmite el movimiento al siguiente; de que el movimiento tiene un comienzo, una dirección y una meta; de que encuentra dificultades y también auxilios, trabajo y reposo, equivocaciones y reencuentros. La existencia entera puede ser pensada en la imagen del camino: el crecimiento y el desarrollo, el progreso espiritual, el desenvolvimiento de las relaciones personales, la historia como realización de la vida humana íntegra a lo largo del tiempo: todo esto es camino”.[7]

VIII

Estas son algunas observaciones de mi parte —salpicadas de algunas reflexiones personales— sobre tu escrito. Me gusta, y creo que deberías seguir el camino de su ampliación y profundización. Ante todo, creo que en necesario darle una estructuración más clara, pero en conformidad con una idea rectora de todo su contenido. Como te decía más arriba, el título me lo indica de alguna manera, pero el contenido desarrollado no alcanza todavía —creo yo— la formulación completa.

Los apartados que propones buscan orientar la discusión por ciertos derroteros, pero los encuentro aun muy provisionales: el primero muestra tan sólo cómo la historia de la humanidad puede verse a la luz del caminar; en cambio, el segundo habla sobre cómo el caminar ha contribuido a la formación del mundo humano (la cultura). Ambos cuentan con una copiosa lluvia de ideas extractadas de la bibliografía seleccionada, pero el trabajo propiamente filosófico sobre toda ella está todavía por hacerse.

No obstante, el mejor juicio sobre tu texto no es el mío, sino el de los especialistas que asuman la tarea de revisarlo a profundidad como dictaminadores; claro está, si decides entregarlo al proceso de revisión del alguna revista académica. No creo que tengas dificultades para encontrar alguna que sepa valorar con justeza todo tu esfuerzo de pensamiento.

Te mando un abrazo.

José R.

* El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace: Diazolguin (Sobre el camino y el caminar).

[1] Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1965.

[2] Península, Barcelona, 2001.

[3] Península, Barcelona, 2004.

[4] Guadarrama, Madrid, 1960.

[5] Sígueme, Salamanca, 1982.

[6] Cf. El ensayo “Los ámbitos de la actividad humana”, p. 183.

[7] Cf. El ensayo “La situación del hombre”, pp. 204-205.

El taller del Orfebre*

—Trasfondo intelectual, pastoral y espiritual—

Las grandes obras no surgen de la nada en la mente de sus autores, si bien algunos requieren de muy poco para dar origen a productos complejos y profundos: apenas una vaga intuición, como una “chispa” de la cual brotan un sinfín de ideas como un fuego devorador o un “borbotón” que después se convierte en un impetuoso río de pensamientos. Pero estos son más bien casos excepcionales; las más de las veces las obras perdurables se gestan a través de lapsos de tiempo más o menos largos y se nutren de un sinnúmero de experiencias, propias o ajenas: como sucede con la formación de las estalactitas en las cavidades de la tierra, que aumenta de tamaño con cada gota de agua mineralizada que se sedimenta en ella o, mejor aun, como el crecimiento pausado pero ininterrumpido de un árbol, que se nutre de elementos muy diversos (agua, luz, tierra, gases).

A estas últimas pertenecen las obras literarias de Karol Wojtyla, especialmente las dramáticas. Aunque se comprenden por sí mismas con la atención debida, siguiendo el hilo de sus propios desarrollos, se tornan mucho más transparentes cuando se miran a la luz de las experiencias humanas de las que han nacido, de los problemas humanos que las han inspirado. No son meros productos de las cavilaciones de un intelectual o de las emociones espontáneas de un artista; cada una hunde sus raíces en momentos muy específicos de la vida de Wojtyla: las muertes de sus padres y de su hermano en su juventud, la invasión de su patria por parte del ejército Nazi durante la gran Guerra, su formación sacerdotal en la clandestinidad, las relaciones tirantes con el gobierno comunista, al término de la guerra, los encuentros decisivos con ricas personalidades, el trato frecuente con los jóvenes, los paseos y acampadas a mitad de la naturaleza…

El estudio que emprenderemos a partir de esta sesión de El taller del Orfebre de Karol Wojtyla nos exige tener un conocimiento, aunque sea elemental y como de soslayo, de algunos momentos importantes de su vida, con miras a vislumbrar su origen y comprender sus motivaciones. Por cuestión de tiempo, no podemos dar seguimiento puntual a toda su biografía, pero nos fijaremos con algún detenimiento en algunos pasajes de su historia personal que consideramos decisivos para la formación de esta obra, si no la más importante de su producción artística —este tipo de juicios siempre serán discutibles— sí al menos la más famosa en el mundo y la de mayor influencia en sus lectores. El punto de partida será su ordenación sacerdotal, pues ésta transformará de manera decisiva su forma de entender y de hacer el arte dramático para el cual estaba ricamente dotado.

Toda la información está tomada de la estupenda biografía del escritor norteamericano George Weigel: Biografía de Juan Pablo II. Testigo de esperanza,[1] pues, pese a su antigüedad y su falta de actualización, sigue siendo la mejor obra para conocer la historia de este gran hombre, dada las fuentes de las que pudo disponer el autor y a las entrevistas directas que tuvo con el biografiado. De todos modos, buena parte de los datos ha sido cotejada de fuentes secundarias de las que hemos podido echar mano, como las que hay en las introducciones de sus principales obras literarias, filosóficas y teológicas, traducidas a distintas lenguas (inglés, italiano, español).

Ordenación

Karol Wojtyla fue ordenado sacerdote el 1 de noviembre de  1946, en la capilla privada de la residencia episcopal del cardenal Stephan Sapieha. De esta manera culminaba el proceso de formación que había comenzado en el otoño de 1942, casi todos ellos transcurridos en la clandestinidad a causa de la guerra.

Doctorado

Partida

Debido a sus notorias aptitudes intelectuales, fue enviado casi de inmediato por el cardenal Stefan Sapieha a realizar estudios de doctorado en teología a la ciudad de Roma, en el Ateneo Pontificio de Santo Tomás de Aquino, de los padres dominicos, mejor conocido como “Angelicum”. El 15 de noviembre de 1946 tomó un tren que lo llevaría a París, pasando primero por Praga, Nuremberg y Estrasburgo; días más tarde de su llegada a la “Ciudad de las luces”, tomó otro tren que lo llevaría directamente a la “Ciudad eterna”, a finales de noviembre.

En Roma pasó los siguientes dos años dedicado a los estudios de la escolástica tomista y a la preparación de su tesis doctoral de la mano del teólogo Reginald Garrigou-Lagrange. Pero el Colegio Belga donde se hospedó durante esos dos años también fue relevante en la maduración de vocación sacerdotal, por partida doble: por un lado, conoció la “théologie nouvelle” que se gestaba en Francia, a través de los dominicos Marie-Dominique Chenu e Yves Congar y los jesuitas Jean Daniélou y Henri de Lubac, y que sería de gran relevancia veinte años después en el desarrollo del Concilio Vaticano II; por el otro, entró en contacto con el movimiento de los “sacerdotes obreros” y los “jóvenes obreros católicos” que habían surgido en Francia y Bélgica veinte años atrás y cuyo objetivo era llevar el evangelio a los mismos centros de trabajo por ser considerados tierras de misión.

Vacaciones

Meses después, durante el periodo vacacional del verano de 1947, tuvo oportunidad de conocer estos movimientos de forma directa en ambos países. En Bélgica, por ejemplo, pasó un mes en compañía de los mineros de la ciudad de Charleroi a través de la misión católica polaca, tal vez por la afinidad que sentía con ellos por el tiempo en que trabajó en la cantera de la fábrica química de Solvay durante los años de la guerra. Aparte de oficiar misa, escuchar confesiones e impartir clases de catequesis, visitaba a los trabajadores en las minas y en sus casas para conocer sus familias. Al término de esas vacaciones, en su camino hacia Roma, se detuvo en la ciudad de Ars, famosa por ser el lugar de residencia y de trabajo pastoral de San Juan María Vianney. Este sacerdote fue conocido por ser un “apóstol del confesionario”, ministerio al cual acudían personas de toda Francia en el siglo pasado, y con el que logró una profunda transformación de las conciencias de los hombres de su época.

Tesis

El 14 de junio de 1948, Wojtyla presentó el examen oral a través del cual obtuvo el doctorado en teología con estupendas calificiaciones, si bien en la tesis de grado no obtuvo la nota más alta, tal vez por algunas discrepacias teóricas que tuvo con su director de tesis que no fueron resueltas satisfactoriamente. Por falta de recursos económicos, su investigación no fue publicada antes de la presentación del examen correspondiente, como lo exigía el reglamento académico de la institución donde realizó los estudios, por lo que su contenido no pudo conocerse sino hasta mucho tiempo después.

La investigación de Wojtyla está escrita totalmente en latín y lleva por título Doctrina de fide apud S. Ioannem a Cruce (“La doctrina de la fe en San Juan de la Cruz”).[2] En ella se aborda la relación del hombre con Dios a través del acto peculiar denominado “fe”, que, más que un acto intelectual, debe considerarse como una unión “existencial” de la criatura con su Creador, debida a un obsequio de la gracia divina y no como fruto de la libertad humana. En este acto, el hombre “conoce” a Dios, pero no como conoce cualquier otro objeto del mundo sino, más bien, como se conocen dos personas, a través de la entrega recíproca en el amor, esto es, en la mutua pertenencia.

Las reflexiones presentadas por Wojtyla en su tesis doctoral son deudoras no sólo del santo de Fontiveros, sino también de su amigo Jan Tyranowski, cuya santidad de vida inserta en en el corazón de la vida cotidiana lo atraía tanto como el misticismo de Juan de la Cruz. Es probable, incluso, que la elección del autor y del tema a desarrollar en la tesis doctoral no sólo fuesen consecuencia de la enseñanza recibida de Jan Tyranowski, sino también una forma de discreto homenaje a su persona, ya que su amigo había muerto el año anterior —esto es, en marzo de 1947— y, por la distancia, los gastos y los estudios, no pudo estar presente para despedirlo.

Regreso

Con el término del verano, emprendió de forma inmediata el camino de regreso a casa, donde le esperaba ya el comienzo de su ministerio sacerdotal —pausados por los estudios de doctorado— aunque en ese momento no estaba en condición de saber dónde habría de emprender este trabajo.

Ministerio

Niegowic:

Parroquia de la Asunción de Nuestra Señora

El primer lugar a donde fue enviado Wojtyla por el cardenal Sapieha fue a la Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora, en el poblado de Niegowic, situado a unos veinticinco kilómetros de distancia de Cracovia, en dirección hacia el sureste. La parroquia estaba a cargo del P. Kazimierz Buzala, quien ya tenía por ayudante al P. Kazimierz Ciuba. Apenas llegó, acometió con gran responsabilidad la primera tarea que le fue encomendada: la educación religiosa en los colegios de educación básica de las cinco poblaciones vecinas, a los cuales se trasladaba en los automóviles de los feligreses de la parroquia.

En la parroquia, aparte de celebrar la misa, dedicaba buena parte de su tiempo a confesar a los feligreses: en parte, por la promesa que hizo a Dios en la ciudad de Ars de volverse un prisionero del confesionario, a semejanza de san Juan María Vianney; en parte, como forma de adentrarse en el drama de cada hombre que acudía a él para iluminar su existencia con discreción y sabiduría cristianas. Más a fondo, sin embargo, había profundas razones vocacionales, pues en el ejercicio de este ministerio veía una forma efectiva y concreta de sustraer su vida sacerdotal de una mera práctica burocrática.

Otro trabajo al que se entregó con gran celo fue a la atención de las familias. Éste no consistía sólo en la administración del sacramento del matrimonio o, llegado el caso, del bautismo de los hijos, sino en algo mucho más profundo, que perfeccionará con el paso de los años: el acompañamiento espiritual —también discreto, pero firme— de las parejas, especialmente si eran jóvenes y estaban en camino de contraer nupcias. Uno de los temas que no eludía abordar con ellas, a pesar de su evidente jueventud y su condición de consagrado, era el del apetito sexual, en el cual se fundaba inicialmente su mutua atracción.

Según Wojtyla, el apetito sexual es un don de Dios y está al servicio del amor. Puede ofrecerse a Dios, a través del voto de virginidad; o puede entregarse a otra persona, a través del matrimonio. Pero, en ambos casos, se subordina a un acto de amor, que en el fondo es un acto de libertad. El puro apetito sexual, dejado a su propia dinámica, puede llevar a un hombre a “usar” de otra persona, pretendiendo su satisfacción; incorporado al amor, en cambio, ofrece al hombre los motivos suficientes para llegar a la entrega de sí mismo, sin negar y renegar de su propia individualidad. En el amor, un hombre se cumple a sí mismo, al tiempo que realiza una afirmación de la otra persona en tanto persona.

Para acometer su trabajo pastoral con eficacia, Wojtyla echó mano del bagaje cultural y espiritual que había recibido en su juventud. Así, por ejemplo, replicó en su parroquia la dinámica del “rosario viviente” que aprendió de Jan Tyranowski en los años que frecuentaba la Iglesia de San Stanislaw de Kotska, a cargo de los padres salesianos, a principios de la guerra. Este “rosario” consistía en formar grupos de quince jóvenes —uno, por cada misterio del rosario— para ponerlos al cuidado inmediato de otro joven de mayor edad y responsabilidad. Su trabajo consistía en orientar el trabajo apostólico de los chicos, pero sobre la base de una intensa vida espiritual que, entre otras cosas, consistía en el examen personal de vida y la práctica individual de las virtudes. Wojtyla, a su vez, daba un seguimiento estrecho a estos jóvenes mayores y, en el cuidado de ellos mismos, sobre todo en el interés por sus propias vidas, les mostraba la forma concreta como ellos debían hacerlo con los más jóvenes. Se trataba más de una “amistad” cristiana que de un trabajo organizativo. En los tiempos de Tyranowski, el “rosario viviente” se llevaba a cabo en la completa clandestinidad, ya que las actividades asociativas estaban proscritas por los militares alemanes; en los años del ministerio de Wojtyla, el “rosario viviente” se practicaba de la misma manera, pues, aunque la guerra había terminado tres años atrás, estaban bajo el dominio del ejército ruso, que tampoco toleraba este tipo de actividades.

Por otro lado, Wojtyla introdujo entre los miembros de la parroquia el gusto por las obras de teatro, que, además de una actividad artística, era un vehículo eficaz para avivar la fe de los parroquianos y enardecer la memoria histórica del pueblo. Aunque el propósito del grupo teatral creado por Mieczyslaw Kotlarczyk en los tiempos de la guerra no era inmediatamente político, fue visto muy pronto por Wojtyla y los demás jóvenes que lo componían como una forma de “resistencia cultural”, pues a través de las obras de teatro y poemas épicos que pusieron en escena de forma clandestina en aquellos años de los artistas polacos más importantes del siglo XIX — Adam Mickiewicz, Julius Slowacki, Kiprian Kamil Norwid, Stanislaw Wyspianski, Jan Kasprowicz— salvaguardaron al mismo tiempo la historia del pueblo y la fe de los cristianos de la propaganda de la ideología nazi con la fuerza pura de la palabra viva (la base principal del “teatro rapsódico”, como le llamó Kotlarzycz a su concepción dramática, a falta de escenarios y utilería para las representaciones). En los años del ministerio de Wojtyla hacía falta también una “resistencia cultural”, ahora contra la propaganda de la ideología comunista, que estaba empeñada en imponer un ateísmo sistemático. En los pocos meses que estuvo en la parroquia puso en escena una obra titulada “El invitado esperado”, donde el personaje central es Cristo, que aparece al principio bajo la forma de un mendigo.

Aparte de su juventud, Wojtyla llamó la atención de los feligreses de la parroquia por algunos rasgos muy acentuados de su personalidad, que él, sin embargo, asumía con ánimo prudente y sigiloso. En primer lugar, por su evidente pobreza, pues ya desde el mismo día de su llegada a Niegowic llamó la atención que sus pertenencias se reducían prácticamente a lo que traía puesto: una sotana raída, un abrigo muy usado, unos zapatos gastados. En segundo lugar, por su caridad solícita, que con frecuencia lo llevaba a regalar las cosas que los parroquianos le regalaban para su uso personal a favor de personas aun más pobres, como abrigos y suéteres para él y cobertores y mantas para su cama. En tercer lugar, por su intensa piedad, que se reflejaba en las largas jornadas de oración en la soledad de la Iglesia, frente al Sagrario, así como el frecuente rezo del rosario.

Wojtyla estuvo sólo ocho meses en la Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora. No obstante su pronta adaptación a la vida más bien provinciana de Niegowic, en medio de extensos campos de cultivo y la más o menos proximidad de los montes Cárpatos, muy pronto fue llamado por el cardenal Sapieha a desempeñar el mismo trabajo pastoral en la ciudad de Cracovia, sobre todo alrededor de los estudiantes universitarios, considerados por el cardenal como la generación próxima inmediata de los ciudadanos polacos, necesitada de ser salvaguardada de la perniciosa influencia comunista.

Cracovia:

Parroquia de San Florián

El segundo lugar a donde fue enviado Wojtyla para continuar su trabajo pastoral fue a la parroquia de San Florián, situada en la parte antigua de la ciudad de Cracovia. La parroquia, de cierta vitalidad pastoral y gran influencia cultural, estaba a cargo del P. Tadeus Korowski, quien contaba con la eficaz ayuda de los PP. Czeslaw Obtulowicz, Józef Rozwadowski y Marian Jaworski. Su misión inmediata fue apoyar las actividades de la capellanía universitaria, dirigidas por el P. Jan Piertraszko, abriendo un segundo frente de actividades pastorales en las comunidades universitarias, compuestas por estudiantes de la Universidad Jagellónica, el Politécnico de Cracovia, la Academia de Bellas Artes, el Collegium Maium y otras instituciones más.

El objetivo inicial de Wojtyla fue atraer la atención intelectual de los estudiantes universitarios y de los feligreses de la parroquia, exponiéndoles las excelencias del humanismo cristiano —en contraposición velada al ateísmo ideológico de los comunistas— a través de conferencias en las Universidades y de sermones en la Iglesia, muchas veces muy densos desde el punto de vista filosófico, que si bien no eran inmediatamente accesibles a los estudiantes y a los parroquianos, eran recibidas con beneplácito en razón de la personalidad de su expositor. Muy pronto, Wojtyla expandió su trabajo inicial a los círculos intelectuales situados más allá de la parroquia y de la capellanía universitaria.

Desde otro punto de vista, también buscó compartir cuanto había aprendido durante los años de su formación doctoral —tanto en Roma, como en Francia y Bélgica— sobre la renovación litúrgica, poniendo énfasis en ciertas iniciativas que hoy son consideradas del patrimonio común de la Iglesia pero que en aquellos años eran consideradas revolucionarias y eran vistas más bien con sospecha. Por ejemplo, enseñó a algunos jóvenes de la parroquia los cantos gregorianos, que por entonces estaban reservados a los monasterios, para formar un coro que acompañara algunas partes de la celebración de la misa, cosa que tampoco estaba bien visto en aquellas épocas. Igualmente, abrió el espacio para que los fieles que acudían a la celebración de la misa pudiesen participar también en las “respuestas” que son habituales en algunos momentos de la liturgia y que por entonces estaban reselvadas sólo a los monaguillos. Asimismo, enseñó a los estudiantes universitarios a usar los misales —en aquellos tiempos, de uso exclusivo para los sacerdotes— para que pudieran seguir más de cerca y de forma activa el desarrollo de la liturgia de la misa. Finalmente, aproximó a los jóvenes estudiantes a los textos teológicos que hablaban de la estrecha conexión que hay entre el culto divino y la vida cotidiana, con miras a rescatar una vieja idea de Jan Tyranowski de que la aspiración a la santidad no está reservada sólo a la vida consagrada, sino que se extiende a la totalidad de la vida humana.

Asimismo, Wojtyla aprovechó la existencia de la revista cultural católica Tygodnik Powszechny —fundada en Cracovia desde 1945, al término de la guerra, a instancias del cardenal Sapieha— para compartir por escrito sus impresiones sobre el trabajo pastoral realizado por los “sacerdotes obreros” de Francia, que tuvo oportunidad de conocer de forma directa en el verano de 1947, durante la pausa más o menos larga de los estudios de doctorado en Roma en razón de las vacaciones. Estas impresiones están recongidas en el artículo que apareció en la revista el 6 de marzo de 1949 con el título “Mission de France”, donde hace alusión al libro del abad Henri Godin que lleva por título la pregunta La France, pays de mission? (“Francia ¿tierra de misión?”).[3]

En este libro se habla de la creciente descristianización de Francia que tuvo lugar en el primer tercio del siglo XX, agudizada de manera alarmante por los estragos ocasionados por la reciente guerra. El abad Godin había observado que esta descristianización no sólo estaba presente en las lejanas zonas rurales, sino que se había apoderado lastimosamente de las ciudades, a tal grado que ya no podía constatarse en la consciencia de los hombres comunes y corrientes la tradición milenaria de la Iglesia. Con todo, el abad Godin no hacía tanto énfasis en el estado espiritual en que se encontraban los hombres de su tiempo, cuanto en el trabajo de transformación interior y de concreta inserción de los sacerdotes en las nuevas estructuras sociales —como las fábricas y las minas— para llevar el anuncio liberador del evangelio. A Wojtyla le atrajo, del libro del abad Godin y de la pastoral de los “sacerdotes obreros” que conoció en Francia, este último aspecto apenas mencionado, por ser una forma nueva, pero eficaz, de vivir la vocación sacerdotal.

También en la parroquia de San Florián Wojtyla tuvo oportunidad de poner a disposición de su trabajo pastoral sus cualidades teatrales, como ya lo había hecho primero en la parroquia de la Asunción de Nuestra Señora. Así, en la primera cuaresma que vivió en la parroquia, retomó con los jóvenes que asistían a ella la vieja tradición medieval de los “autos sacramentales”, que son la representación dramática de ciertos temas bíblicos, centrados sobre todo en la caída y la redención de los hombres. Asimismo, aprovechó la estancia en Cracovia para retomar la relación con sus antiguos compañeros que formaron el “teatro rapsódico” bajo la guía de Mieczyslaw Kotlarczyk, asistiendo a algunas representaciones que hacía en un teatro muy próximo a la parroquia y tomando parte ocasionalmente en las discusiones que había al término de las presentaciones.

Con todo, el trabajo al que Wojtyla dedicaba más tiempo en su apretada agenda pastoral era a las familias: en parte, porque en ellas aparecen los problemas más acuciantes de la existencia humana, como la vida, el amor, el trabajo, la educación, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte; en parte, porque ellas constituían el principal foco de atención de los comunistas, ya que nada podía oponerse más a su influencia ideológica en la conciencia de las personas que el cuidado y el resguardo de las familias.

En cierto sentido, las estructuras sociales promovidas por los comunistas estaban diseñadas para ser un “ataque” velado, pero eficaz, a la naturaleza de las familias. En primer lugar, porque las viviendas eran demasiado pequeñas para disuadir a los matrimonios de tener muchos hijos o para que la llegada de éstos resultase un verdadero problema. En segundo lugar, porque las jornadas laborales de los padres, por un lado, y los horarios escolares de los hijos, por el otro, impedía en la práctica la indispensable convivencia de la familia. En tercer lugar, porque el sistema legal favorecía abiertamente prácticas disolutorias de la familia, como el divorcio y el aborto.

Así las cosas, Wojtyla no reducía su ministerio a celebrar los matrimonios, bautizar a los hijos y sepultar a los familiares, sino que visitaba a las familias en sus domicilios, les ofrecía alguna instrucción religiosa usando ciertas estructuras ya existentes en las parroquias (como los grupos de monaguillos o los coros de jóvenes) y los acompañaba a la distancia.

Una de las aportaciones pastorales más originales de Wojtyla a su trabajo en la parroquia de San Florián fue la implementación de las pláticas de preparación para el matrimonio, en 1950. Esto fue una verdadera novedad, pues en aquellos tiempos, el único contacto que tenían con la Iglesia las parejas que deseaban desposarse era puramente formal, relacionado con los documentos que debían entregar para la realización del sacramento. El contacto continuo y estrecho con los jóvenes le hizo entender la necesidad de prepararlos espiritualmente para el matrimonio en un doble sentido: por un lado, descubriéndoles el sentido del amor humano, a través de la entrega del propio ser para el bien de la otra persona, donde el apetito sexual juega también un papel relevante y no más bien secundario; por el otro, abriéndolos al significado teológico de la vida familiar, como imagen finita humana de la comunidad infinita trinitaria y divina.

Pero Wojtyla fue todavía más lejos, valiéndose de una feliz circunstancia. En 1951, el cardenal Sapieha autorizó la creación de una capellanía especial para el personal sanitario, lo que en la práctica permitió a Wojtyla incorporar a médicos y a enfermeras que acudían a ella en el trabajo pastoral con los futuros matrimonios. De esta manera, a la sólida formación espiritual de las jóvenes parejas se sumó al poco tiempo una eficiente formación sanitaria práctica. Y, considerando este mismo hecho desde otro punto de vista, abrió el trabajo pastoral que era de exclusiva competencia de los sacerdotes a la colaboración activa de los fieles laicos.

Docencia

El 23 de julio de 1951 murió el cardenal Sapieha, a los ochenta y cuatro años de edad. En la práctica, esto representó, a su vez, el término de la actividad pastoral de Wojtyla en la parroquia de San Florián, tras veintiocho meses de intenso trabajo, pues el administrador apostólico designado por la Santa Sede en espera del nombramiento del nuevo obispo para la arquidiócesis de Cracovia, Eugeniusz Baziak, le solicitó al poco tiempo que se dedicara a la docencia universitaria. Para ello, le ofreció dos años sábaticos, indispensables para preparar la llamada “tesis de habilitación” sin la cual no podría ingresar al mundo universitario. Para garantizar las mejores condiciones para este exigente trabajo intelectual, le pidió asimismo dejar la parroquia a partir del 1 de septiembre de 1951 para trasladarse a una residencia del arzobispado llamada “Casa del Deán”, donde estaría en compañía de otros sacerdotes que estaban en una condición análoga.

De todos modos, conociendo el celo apóstolico desplegado por Wojtyla en los primeros años de su ministerio, el administrador apostólico Eugeniusz Baziak le permitió continuar con algunas de las actividades pastorales desarrolladas hasta el momento en la parroquia de San Florián, como la celebración de la misa de los viernes primero de mes en la Iglesia de Santa Ana para los docentes y estudiantes universitarios, o las conferencias de teología y filosofía que impartía regularmente las noches de los jueves en la parroquia de San Florián, así como los ejercicios espirituales de cuaresma para todos los feligreses de la misma parroquia y también la misa diaria en la Iglesia de Santa Catalina, su nueva adscripción, en la que se hacía acompañar del coro de jóvenes que había formado en su antigua parroquia. La única condición que le puso a Wojtyla fue que, al término de los dos años sábaticos, la tesis de habilitación estuviese escrita, para presentar el examen que le permitiría acceder a la docencia universitaria.

El trabajo elaborado por Wojtyla en esos dos años sabáticos lleva por título “Evaluación de la posibilidad de elaborar una ética cristiana sobre las bases del sistema de Max Scheler”.[4] En ella se reflejan con claridad tanto las motivaciones como las inquietudes que ocupaban su pensamiento en aquellos años, centradas en el trabajo pastoral desarrollado en esos años. Sin abandonar los fundamentos adquiridos durante sus años de formación de sus estudios de la metafísica escolástica —fuertemente afincada en Aristóteles y Tomás de Aquino— se abría ahora a la exploración de las experiencias humanas en sus distintas dimensiones —tanto psicológicas como axiológicas— con miras a entender de manera cabal las vicisitudes de la existencia humana, sobre todo en el terreno ético.

La tesis fue revisada por tres profesores: Aleksandr Usowicz y Wladyslaw Wicher, de la Universidad Jegellónica, y Stefan Swiezawski, de la Universidad Católica de Lublín. De forma unánime, consideraron el trabajo como satisfactorio y accedieron a que el Consejo de la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica programara su defensa pública en una reunión especial el 30 de noviembre de 1953. Tras el examen de grado, tres días después, el 3 de diciembre de 1953, Wojtyla ofreció una “lección pública” ante la comunidad universitaria como requisito indispensable para obtener el nombramiento como profesor universiario. La lección tuvo por título “Un análisis del acto de fe según la filosofía de los valores morales”, en la que se aunan los pensamientos de San Juan de la Cruz y de Max Scheler. En 1954, la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica le concedió oficialmente el grado, pero no pudo recibir su nombramiento como profesor porque la Universidad fue suprimida por las autoridades del régimen comunista que gobernaban Polonia. Ese mismo año, sin embargo, fue invitado a dar clases de Ética en la Universidad Católica de Lublin, de creación más o menos reciente (1918).

Entorno

En los años en que se dedicó a elaborar su tesis de habilitación (1951-1953) y, con mayor claridad, en los años que siguieron a continuación hasta su elección como obispo auxiliar de Cracovia (1958), en los que estuvo entregado sobre todo a la docencia en la Universidad Católica de Lublin (desde 1954), ocurrió para Wojtyla un hecho admirable: los diversos jóvenes que conoció en la parroquia de San Florián y a través de la capellanía universitaria comenzaron a buscarlo con mayor frecuencia; al principio, movidos por la dinámica de las iniciativas pastorales, como el coro, las conferencias y los retiros, pero después ya sin la mediación de las estructuras eclesiásticas habituales. Muchos de ellos todavía estudiaban la Universidad, pero otros estaban por casarse o por incorporarse a la vida laboral, pues estaban en las fronteras de la vida adulta, no obstante que seguían siendo jóvenes.

Estos jóvenes acudían a él atraídos por las cualidades que delineaban con claridad su ministerio sacerdotal. En primer lugar, por el respeto profundo que tenía por la libertad de cada uno. A ninguno de ellos decía lo que tenía que hacer o las decisiones que debían tomar; antes bien, entendía que la responsabilidad sobre las distintas vicisitudes de la vida era un asunto estrictamente personal. En segundo lugar, por la gran disposición que tenía para escucharlos. No importaba sobre qué asunto se acercaran a conversar con él —los estudios, la religión, el trabajo, los amores, las dudas vocacionales, los hijos, la vida misma— siempre lo encontraron dispuesto al diálogo e incluso interesado de manera viva. En tercer lugar, por el clima de apertura que se suscitaba a su alrededor. En su compañía se sentían impulsados a expresarse libremente sobre cualquier cosa —aunque no compartieran sus puntos de vista y muchas veces los expresaran con vehemencia— porque no había censura de ningún tipo. En cuarto lugar, porque en ningún momento mantenía con ellos una relación “clericalista” —ni en las actividades parroquiales ni en los paseos por el campo— si bien sabía mantenerse a distancia con firmeza de una banalización de su condición sacerdotal. De esta manera, lo veían trabajar por igual que las demás personas incluso en las actividades más elementales, como acomodar sillas, lavar los platos, tirar la basura, tomar el transporte público o caminar. Tal vez por ello lo trataban con familiaridad, pero sin menoscabar su dignidad, hasta en el uso de las palabras, que delante de él se empleaban de manera formal.

Primer círculo:

Los chicos del coro en la Iglesia

Los primeros que se aproximaron a él fueron los chicos del coro, que Wojtyla había formado en la parroquia de San Florián en febrero de 1951 con estudiantes del politécnico de Cracovia y de la Universidad Jagellónica. Al comienzo, sólo se reunían en las instalaciones de la parroquia para preparar los cantos; con el paso del tiempo, lo hacían en sus propias casas. Esto permitió a Wojtyla conocer a sus familias y estrechar los vínculos con cada uno. Al mismo tiempo que los introdujo a una vida de piedad más profunda, con la práctica de los sacramentos, la celebración de la misa por ellos con diversos motivos (cumpleaños, exámenes), el rezo de la oración litúrgica, los involocró poco a poco en un intenso trabajo pastoral, como atender a las necesidades de las personas pobres o enfermas, que no tenían los suficientes recursos para solventarse ni acceso a los servicios de salubridad. Sobre todo, los impulsó a relacionarse con otros jóvenes fuera de su propio círculo que estuviesen necesitados de tener amigos.

Cuando Wojtyla se trasladó a su nueva residencia, estos jóvenes lo acompañaron con frecuencia para cantar en la misa de las seis de la mañana, que él celebraba todos los días en la Iglesia de Santa Catalina, no muy lejos de la “Casa del Deán” donde vivía. La relación entre todos se volvió tan estrecha que comenzaron a verse a sí mismos como una pequeña “familia” (en polaco, rodzinka), en la cual Wojtyla se volvió de forma muy natural el “tío” (wujek, en polaco). Ciertamente, la finalidad inmediata de estos términos era de seguridad, pues con ellos pretendían eludir los sistemas de vigilancia de los comunistas, que no gustaban de este tipo de reuniones religiosas, que consideraban disidentes y que, además, estaba proscritas por la ley. Pero también sirvieron para expresar el clima humano —lleno de confianza, además de calidez— que había entre todos ellos.

Segundo círculo:

Los estudiantes universitarios

Más allá de este grupo inicial, generado por la atracción del canto, empezaron a existir otros que obedecían a otras finalidades, pero que de alguna manera seguían la misma dinámica. Con los jóvenes que estudiaban física en la Universidad, por ejemplo, organizó una serie de diálogos académicos donde se confrontaban abiertamente diversos temas, como la existencia de Dios o el cosmos como vestigio divino. Estos diálogos continuaron con proyectos intelectuales más ambiciosos cuando estos jóvenes terminaron la Universidad y se doctoraron, como estudiar la Suma teológica de Tomás de Aquino para confrontar su visión metafísica de la naturaleza con la imagen mental que tienen los científicos sobre el cosmos. Wojtyla trabó una amistad muy estrecha con algunos de ellos y cada año se daban la oportunidad de ir todos juntos a las montañas Bieszczady, en el sureste de Polonia, casi en las fronteras con Ucrania, para esquiar.

La proliferación de estos grupos, tan distintos entre sí, pero reunidos en torno a la persona de Wojtyla dio lugar, con el paso del tiempo, a la existencia de lo que años más tarde él denominó su “entorno” vital (Srodowisko, en polaco). Se trataba de un grupo de más de doscientas personas, entre varones y mujeres, muchas de ellas insertas ya de lleno en las vicisitudes de la vida adulta, con quienes Wojtyla asumió una íntima responsabilidad. Si bien había dejado formalmente de pertenecer a una parroquia, a todas estas personas las consideró su “parroquia” espiritual, sin estructura administrativa y sin territorio determinado, lo cual le permitió implementar un trabajo pastoral más libre con ellas.

Presencia

Notas

A este trabajo pastoral con su “entorno” vital Wojtyla lo llamó “ministerio de acompañamiento”. Éste no consistía en otra cosa más que en su presencia continua en la vida cotidiana de las personas, pero no como un “espectador” de todas sus vicisitudes; tampoco como un “testigo” que registra los acontecimientos, sino precisamente como un “compañero”, es decir, como alguien que va “al lado” de la otra persona, que se mantiene “cerca” de ella, mientras cruza por ciertas circunstancias: quizá para infundirle valor; tal vez para darle certeza. Este ministerio era sumamente exigente, pues implicaba renunciar continuamente a dos tentaciones muy grandes, que en casos análogos son muy frecuentes: por un lado, entrometerse en la vida íntima de las personas; por el otro, dominar despóticamente sus conciencias.

Fundamento

Ciertamente, no se trataba de una simple compañía “humana”, como la que un amigo entabla con otro amigo en el transcurso de la vida, fundada, entre otras cosas, en intereses comunes y afinidades emocionales. Wojtyla sabía que ofrecía su acompañamiento a todas estas personas como “sacerdote” y, por lo tanto, como alguien autorizado por la Iglesia a través de un sacramento para ser en medio de todas ellas “alter Christus”. El fundamento de este ministerio, por tanto, era teológico, y se basaba sobre dos principios muy queridos para Wojtyla: por un lado, la “encarnación”, cuando el Verbo divino, que existía desde siempre, tomó carne humana con la única finalidad de poner su morada entre los hombres (Jn 1, 14); por el otro, la “pasión”, cuando Cristo llevó sobre sus espaldas todos los pecados humanos, simbolizados en la cruz, para redimirlos en el Gólgota (Mt 27; Mc 15; Lc 23; Jn 19).

Método

Un ministerio como este se distingue, sobre todo, por su “discreción”. Ésta no consiste en un silencio cómplice ante las flaquezas y los errores humanos, cuanto en un acto de prudencia a través del cual, sin embargo, puede ofrecerse a cada persona los elementos indispensables para un juicio ponderado, pero sin componendas, sobre su situación humana y las resoluciones a tomar a favor de ella, pero sin medias tintas. Se trata de un acompañamiento que “juzga”, pero no condena, pues no tiene por cometido reparar en las deficiencias de cada hombre, sino en conducirlo al descubrimirnto seguro de la verdad. Su juicio, por tanto, no es propiamente ético, sino veritativo (que no excluye, sin embargo, la dimensión moral).

Pese a su parquedad, las palabras de Wojtyla que mejor expresan la naturaleza de este ministerio de acompañamiento que puso en práctica continua con aquellos jóvenes en esos años de dispensa pastoral se encuentran en una carta que escribió a su amigo Mieczyslaw Kotlarczyk a los pocos días de su ordenación sacerdotal. El motivo externo era ofrecerle una disculpa por no asistir a la reunión de aniversario de la compañía teatral fundada por él. Tras invitarlo a ver en ese hecho un designio divino, inmediatamente le indica el “espíritu” con el que le hubiese gustado estar presente en esa celebración. Dice:

“Así es como yo lo veo: debería estar presente en vuestra actividad, exactamente como un sacerdote debe estar presente en la vida en general; debe ser una fuerza impulsora oculta. Sí, pese a todas las apariencias, ése es el deber principal del sacerdocio. Las fuerzas ocultas habitualmente producen las más enérgicas acciones…”.[5]

Formas

Al principio, Wojtyla ofreció este acompañamiento a los jóvenes de su “entorno” vital bajo las formas tradicionales que había aprendido en el trabajo pastoral de la parroquia de San Florián. Se basaba, ante todo, en la administración de los sacramentos, la celebración de la misa y la oración comunitaria. Se extendió, después, a las estructuras más dinámicas de la vida de la parroquia, como los cantos del coro, las conferencias de formación, los retiros de cuaresma, la ayuda a los más necesitados. Posteriormente, abarcó modalidades novedosas en su tiempo, como los paseos por los campos, las acampadas en las montañas, las salidas para hacer esquí o para navegar en kayak.

Pero el acompañamiento más efectivo que Wojtyla podía darles estaba en la misma vida, en la condivisión de las penas y las alegrías de todos los días.[6] Éste, por eso, se fue modificando conforme las circunstancias de cada integrante de su “entorno” vital se volvía más compleja. Primero, estuvo centrado en los estudios, en la búsqueda de la verdad en cada materia y en la disciplina para acometer con éxito los exámenes (Wojtyla solía ofrecer una misa por ellos, antes de las pruebas escolares). Después, hizo frente a las elecciones vocacionales, en especial a la vida matrimonial (no fue infrecuente que muchos jóvenes que se conocieron en estos círculos se casaran entre ellos con el paso del tiempo). Más adelante, estuvo presente en el nacimiento de los hijos (antes del parto, haciendo una meditación preparatoria con las futuras madres; después del parto, bautizando a los pequeños o bendiciéndolos mientras dormían en sus cunas). Conforme las familias se establecían y crecían, fomentando todas las actividades al aire libre que se han mencionado: los paseos y las acampadas, con juegos de conjunto, cantos y recitaciones alrededor de la fogata y los deportes de ocasión (como el kayayk y el esquí).

Intelecto

Un elemento central del acompañamiento de Wojtyla a los jóvenes fue el intelectual. Tenía la extraña virtud de saber aproximar a los jóvenes a los temas cruciales de la vida poniendo en juego sus pensamientos. Si bien lo hacía de manera cordial, a través de conversaciones ocasionales y en contextos más bien relajados —como las veladas en las montañas y en los ensayos del coro— lo hacía también de forma exigente y decidida.

Los jóvenes de aquellos años recuerdan la “seriedad” con la que acometía los temas más profundos, que no provenía tanto de una actitud magisterial o de un acartonamiento clerical, sino de la materia misma: la vida, el destino, el sufrimiento, el trabajo, pero sobre todo el amor, en sus diversas facetas: el enamoramiento, el matrimonio, los hijos; y, en otros respectos, la entrega, la fidelidad, la crisis del desamor y el renacimiento del amor. De manera particular, un tema que aparecía con frecuencia en aquellas conversaciones era la integración del apetito sexual en la donación recíproca que implica el amor y, junto con él, el papel del pudor en las relaciones amorosas y la importancia de la castidad en el matrimonio. Wojtyla no sólo buscaba que los jóvenes “vivieran” bien este momento fundamental de la existencia personal, sino deseaba que lo “entendieran” mejor en todas sus implicaciones. Y no les ahorraba las fatigas en sus mentes para conseguirlo.

A este fin, puso en juego los talentos intelectuales más altos de los que estaba dotado: la reflexión filosófica y su sensibilidad artística. Ambas cosas eran, en él, resultado de la actividad del pensamiento, bajo formas muy precisas: el análisis, por un lado; la meditación, por el otro. Ambos actos coinciden en su punto de partida: la contemplación; y tiene en común el punto de llegada: la verdad. Difieren, sin embargo, en la manera de pasar de un punto al otro. El primero lo hace a través de conceptos, engarzados en argumentos; el segundo lo lleva a cabo a través de imágenes, que se suceden en escenas. Justamente por eso, la verdad se conquista de manera distinta con cada acto: en el primero, bajo la forma de la persuasión; en el segundo, bajo la forma de la motivación.

Obras

La aplicación de estos talentos intelectuales de Wojtyla en los problemas acerca del amor y la sexualidad que llenaban de preguntas a aquellos jóvenes dieron como fruto dos obras de gran envergadura —una en el campo filosófico y otra en el campo literario— que vieron la luz en el mismo año, si bien no simultáneamente: la primera fue Amor y responsabilidad,[7]publicada por la Sociedad Científica de la Universidad Católica de Lublín con el escueto subtítulo “Un ensayo ético”; la segunda fue El taller del Orfebre,[8] publicada por la revista Znak con el extraño subtítulo “Meditación sobre el sacramento del matrimonio, expresada a veces en forma de drama”.

Desde la primera lectura, ambas obras muestran su recíproca proximidad. A veces se ha pensado que El taller del Orfebrees una “traducción poética” de Amor y responsabilidad, para sortear su aridez filosófica, dada la complejidad de sus argumentos. También se ha llegado a pensar que Amor y responsabilidad es una “explicación filosófica” de El taller del Orfebre, para dar mayor fuerza racional a su verdad poética.

En la mente de su autor, en cambio, ambas obras son concebidas como dos formas válidas de acceso a la misma problemática, cada una con un planteamiento y con una metodología propias. La vida humana es tan misteriosa y sus problemas centrales tan profundos, que no es posible adentrarse a ellos en busca de su verdad con un solo camino intelectual. Censurar uno de estos caminos o privilegiar uno de ellos en detrimento del otro, lo hubiese considerado como un reduccionismo arbitrario de la actividad del pensamiento pero, sobre todo, una deslealtad ante la verdad de la vida.

Amor y responsabilidad

Es posible rastrear con cierta precisión el origen de la primera obra. Su elaboración doctrinal se remonta al curso de ética sexual que Wojtyla impartió en la Universidad Católica de Lublín en el año académico de 1957-1958, poco antes de su nombramiento como obispo auxiliar de la ciudad de Cracovia. A partir de su incorporación a la Facultad de Filosofía de esta Universidad en 1954, Wojtyla impartía periódicamente dos tipos de cursos: los introductorios, para los alumnos de los primeros años, sobre ética filosófica general; los avanzados, para los estudiantes de los últimos años, sobre temas monográficos.

Aunque el manuscrito de los cursos monográficos era preparado minuciosamente en el transcurso del año, Wojtyla no se limitaba a leerlos en las clases, como hacían habitualmente otros profesores, sino entablaba un auténtico diálogo con los estudiantes, fomentando un arduo, pero satisfactorio, ejercicio de pensamiento en el aula, cuya última intención era llegar a la admiración de la verdad de los problemas discutidos.

Wojtyla había sometido a discusión buena parte del material académico que había preparado para este curso con estudiantes procedentes de distintas carreras universitarias —fundamentalmente de filosofía, psicología y medicina— en unas vacaciones de verano que pasó con ellos en la región lacustre de Masuria, situada al noreste de Polonia, muy cerca de la frontera con Lituania. Antes de partir a dicha región, Wojtyla había hecho llegar a los estudiantes grandes extractos del manuscrito y había solicitado a algunos de ellos que hiciesen una presentación de algunos capítulos para discutirlos después con los demás participantes en el momento oportuno. Sin embargo, su principal interés en estas discusiones no era constatar la solidez de sus argumentos, sino más bien su pertinencia para la vida de cada uno, desde el punto de vista práctico, pero también en el existencial.

El taller del Orfebre

Por desgracia, de la otra obra no es posible hacer una reconstrucción semejante acerca de su origen. Ninguno de los miembros de su “entorno” vital supo de su existencia hasta que la vieron publicada en la revista. De hecho, ni siquiera supieron de manera inmediata que su autor era Wojtyla porque apareció con el escueto nombre de “A. Jawien”, pseudónimo con el que solía publicar sus obras artísticas.[9]

Sin embargo, ya desde su primera lectura vieron en ciertos pasajes de la obra algunos momentos muy particulares de sus vidas y creyeron ver, incluso, en determinados personajes de la misma algunos rasgos de sus personalidades, incluida la del propio Wojtyla.[10] Pero, sobre todo, encontraron en ella, retratadas con vivacidad, sensibilidad y discreción, la dramaticidad de sus preguntas, junto con una forma original de adentrarse a sus respectivas verdades. La obra les hablaba, de nueva cuenta, de la “belleza” del amor humano y renovó en ellos el deseo de encontrar un “amor hermoso”, en medio de las vertiginosas y cambiantes circunstancias de la vida.

* Notas de clase del curso “Poesía y verdad en Karol Wojtyla”, impartido en el aula virtual del Centro de Investigación Social Avanzada (Cisav), de la ciudad de Querétaro, junto con los profesores Rocco Buttiglione (Italia) y Alfred Wierzbicki (Polonia), durante el otoño de 2021. El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace: Diazolguin (El taller del Orfebre. Su trasfondo intelectual, pastoral y espiritual).

[1] Plaza & Janés, Barcelona, 1999.

[2] Bac, Madrid, 1980.

[3]  Du Cerf, Paris, 1943. Un interesante artículo sobre este tema puede leerse en el artículo de Juan Luis Lorda “¿Francia, tierra de misión? El impacto de una propuesta (1943)”, en el siguiente portal electrónico: https://omnesmag.com/recursos/francia-tierra-de-mision-el-impacto-de-una-propuesta-1943/.

[4] Bac, Madrid, 1982. En español, la obra tiene un título un tanto distinto.

[5] Citada en G. Weigel, op. cit., p. 122.

[6] El primer párrafo de la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, dice al respecto: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia”.

[7] Palabra, Madrid, 2008.

[8] Bac, Madrid, 1980.

[9] No son claras las razones por las cuales Wojtyla usaba pseudónimos para publicar sus obras poéticas y dramáticas. Tal vez la más determinante es que de esta manera ocultaba a las reacias autoridades comunistas su identidad como sacerdote y después domo obispo para evitar la censura y la persecución políticas. Es posible también que se deba a un cierto pudor espiritual que lo impulsaba a silenciar su nombre en obras que fácilmente se prestan a la vanagloria y el exhibicionismo, actos muy lejanos de su concepción de vida.

[10] El personaje “Adán”, que aparece como un personaje casual en el segundo acto y se torna fundamental en la conclusión del tercero, puede verse a un tiempo como una elaboración literaria de la tarea pastoral sacerdotal pero también como un esbozo poético del mismo Wojtyla, del papel que desempeñaba en la vida de los jóvenes con los que estaba íntimamente vinculado.

—Palabras de despedida—

Estimados:

I

En el momento en que nos nace un hijo, nos enfrentamos inmediatamente a un conjunto de preocupaciones muy puntuales: si tiene calor o frío, si está durmiendo bien, si su alimentación es adecuada, si está ganando peso, si puede librarse de los cólicos, si no se ha enfermado, si hay que llevarlo al médico, si hay que aplicarle tal o cual vacuna, o simplemente si está bien o se siente mal.

Conforme el hijo va creciendo al paso de los meses, las preocupaciones por él se multiplican y se vuelven más complejas: si es posible sacarlo de casa con mayor frecuencia, si resiste los cambios de clima más pronunciados, si puede ingerir alimentos sólidos y más variados, si ya es capaz de comer por sí solo, si puede exponerse al contacto con otras personas, si ya comienza a dar sus primeros pasos o al menos a gatear por la casa, si puede sostener objetos más pesados con sus manos.

Estas preocupaciones son legítimas, y expresan, a su manera, nuestro compromiso por la vida de los hijos. Muy pronto, sin embargo, nos muestran sus límites, porque abarcan una esfera muy limitada de la vida. Se encuentran en el plano de la “sobrevivencia”, pero aún no nos hemos adentrado en el ámbito de la “existencia”. En este ámbito nos adentramos no cuando los hijos nos hacen ver sus múltiples necesidades, sino que nos dejan entrever sus más profundas exigencias; por ejemplo, la de ser amados hasta el extremo, la de ser acogidos sin condiciones, la de ser acompañados con apertura, la de ser perdonados sin reservas. Una de las más grandes quizá es la de saber si se encuentran en medio de la vida como “hijos”, porque entonces esto los abre a la conciencia de que frente a ellos hay un “padre”. Pues no es lo mismo caminar por la vida sin referencias que hacerlo a la sombra discreta de una “presencia”. Estas exigencias marcan la distinción radical entre la felicidad y la infelicidad, entre el cumplimiento de la vida o su desplome.

Las más de las veces, los hijos formulan estas exigencias sin palabras y por eso es tan difícil darse cuenta de ellas. Además, éstas se esconden casi siempre detrás de sus necesidades y nosotros las pasamos por alto a causa de nuestras preocupaciones. Pero están allí, y configuran de manera particular la personalidad de cada hijo, delinean con precisión su fisonomía humana, establecen las dimensiones y las coordenadas de sus vidas. Aparecen cuando juegan o hacen los deberes, conversan animadamente o se recluyen en el silencio; también cuando se alejan de nosotros por momentos o nos siguen por doquier a sol y a sombra; están sobre todo cuando nos desafían con sus rebeldías o nos confrontan a través de sus decisiones. Para ellas no hay diferencia entre la quietud de un templo o el bullicio del patio de una escuela, el recinto cerrado y protegido de la casa o la amplitud sin defensa de la calle y los centros comerciales.

Estas exigencias piden respuestas muy específicas, porque tienen que ver con “significados”; pero no se satisfacen con palabras y mucho menos con explicaciones o teorías. De hecho, nosotros damos respuesta a estas exigencias antes de siquiera abrir la boca porque tienen que ver más bien con nuestro “testimonio”. Testimonio no es lo mismo que decir “ejemplo”. Este último tiene una pretensión moral y normalmente es desmentido por las incoherencias; además, casi siempre está en función de otros. El primero, en cambio, es personal; está centrado en “algo” que se ha encontrado o, por mejor decir, que se ha “visto” y se ha “tocado”; algo que tal vez no nos ha hecho ser más buenos, pero a cambio nos ha llenado de “certeza”: la certeza de que la vida se cumple, de que tiene un cometido y en última instancia vale la pena, a pesar de un sinfín de vicisitudes. Esto es lo que le decimos a lo hijos cuando afrontamos todas las circunstancias de la vida, porque salimos al paso de todas ellas con la conciencia de esto que nos ha ocurrido. Se lo decimos con nuestras posturas, nuestras actitudes, nuestros comportamientos pero, sobre todo, con nuestro rostro; porque el rostro de un hombre lleno de certeza no es sombrío o melancólico, sino sereno y luminoso.

II

Cuando se conjuntan las exigencias de los hijos y el testimonio que certificamos los padres nos adentramos en el ámbito educativo, sin abandonar del todo la esfera de la crianza. La esfera de la crianza, como se ha dicho, está hecha de las necesidades de los hijos y nuestras preocupaciones como padres; en cambio, el ámbito educativo está conformado del continuo testimonio que damos los padres a las dramáticas exigencias de los hijos.

Esta es la razón por la que los padres somos los primeros educadores de los hijos; pero lo somos a condición de que tengamos algo que decirles, o mejor dicho, que compartirles, que vivir en común con ellos, que reconocer en conjunto, porque aquello que un hombre ha encontrado y lo ha llenado de certeza es también capaz de llenar de certeza a más hombres.

En el ámbito educativo no tienen cabida los discursos y mucho menos los sermones; no hay necesidad de castigos o al menos de amenazas. Por un lado, es una esfera de motivos; por otro, es una esfera de respuestas libres. El motivo es nuestro rostro de padres rebosante de certeza por aquello que hemos encontrado; la respuesta no es otra que la libertad de cada hijo que ha decidido ir al fondo de sus exigencias. Es un camino que da por resultado el entretejimiento de una historia.

Si se pudiera traducir en lenguaje novelado lo que tiene lugar en el ámbito educativo, escucharíamos nuestra voz de padres que le dice a cada hijo: “ven y acércate”, “mira lo que encontré un día”, “a partir de entonces estuve un poco más contento, estuve un tanto más seguro”; y oiríamos a la voz de nuestros hijos decir por cada uno: “¿qué es esto?”, “¿a dónde me conduce?”, “voy a ver de qué se trata”, “acaso a mí también me ayude”. Nuestros hijos se darían cuenta que hablamos por nosotros mismos, más no de nosotros mismos; y nosotros nos daríamos cuenta de que nuestros hijos acogen lo que decimos no porque se sientan coaccionados, sino porque se sienten interpelados y provocados por aquello que decimos. Esto genera entre todos un sentido de pertenencia, establece las condiciones indispensables de una familia. A ellos los llena de asombro y gratitud al mismo tiempo; en nosotros despierta alegría mezclada de esperanza. Pero en todos hay una conciencia íntima de caminar hacia el destino, juntos.

III

Esta dinámica que caracteriza el ámbito educativo se replica después por todas partes. Cobra forma allí donde los hombres entran en relación unos con otros por alguna causa: intereses deportivos, asuntos profesionales, inquietudes artísticas, intercambios comerciales. A todos ellos se llega con necesidades muy específicas pero también con las exigencias más humanas. En todos ellos se encuentra, tarde o temprano, el testimonio de alguien que aclara los caminos y aquieta las zozobras. Sólo que aquí ya no se trata de padres e hijos sino de amigos y no se conforman propiamente familias sino comunidades.

Un lugar donde esta relación y esta dinámica cobra particular relieve es la escuela; tal vez porque es el primer espacio que los chicos pisan después de la familia. A él se allegan para adquirir ciertos conocimientos o capacitarse en algunos oficios. Pero también para verificar si el testimonio que sus padres les han dado se sostiene fuera de la casa. Un momento especial en la vida cotidiana de las clases es cuando los chicos encuentran ciertos profesores en los que se confirma el testimonio de los padres pero a su vez abren para ellos nuevas posibilidades a través de nuevas perspectivas. A partir de entonces, las aulas dejan de ser tan sólo lugar de aprendizajes para volverse el despuntar prometedor de una nueva familia.

IV

En nuestra Maestría de Filosofía de la Educación hemos querido reflexionar sobre la educación desde muchas perspectivas, pero el punto de partida básico ha sido siempre el mismo: hemos entendido la educación como una forma particular de vivir la paternidad y madurar a través de ella. Hemos pensado que no hay educación donde los hombres no se hacen presentes con sus hondas exigencias como tampoco donde no haya hombres que las acojan y les den respuesta con un testimonio. Con los recursos que nos dan algunas disciplinas hemos intentado comprender la naturaleza y el sentido de las exigencias humanas pero también hemos tratado de desentrañar la importancia de los testimonios de los hombres. Por eso hemos dedicado mucho tiempo para explorar a la persona pero también a examinar los distintos valores de los que ésta se alimenta.

Pero, más allá de esto, hemos querido proponer nuestra amistad y la comunidad de la que nace como un ámbito educativo en sí mismo. No por una pretensión oscura y desmedida, sino por la alegre seguridad que nos da una certeza. En algún momento de la vida, los que estamos aquí encontramos algo bueno, bello y verdadero y eso es en el fondo lo que hemos querido compartir a todos ustedes a través de nuestras clases. Esperamos que este testimonio no sea inane y les siga diciendo algo más allá de este posgrado.

A nombre de todos mis compañeros, quiero expresarles nuestra alegría por la conclusión de sus estudios, especialmente por los tiempos difíciles en que les tocó emprenderlos y la forma comprometida con que los sacaron adelante. Nos complace comprobar lo mucho que han crecido en todos estos meses, la maduración humana que han alcanzado. Pero, sobre todo, nos llena de gratitud la amistad que generosamente nos han brindado.

Muchas felicidades y bien venidos a su casa.


* Acto de clausura de la primera generación de la Maestría en Filosofía de la Educación del Centro de Investigación Social Avanzada. Querétaro, sábado 20 de agosto de 2022 El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace: Diazolguin (La educación como un gesto de paternidad).

Sobre la independencia de los hijos*

Estimada amiga:

I

Un día por la mañana, mientras nos dirigíamos en familia a nuestros respectivos destinos —el hijo al colegio, la esposa a su oficina y yo a la biblioteca— el chico, que caminaba un par de pasos más delante de nosotros, se volvió súbitamente y, con voz firme, nos dijo a mi esposa y a mí, mirándonos a los ojos: “Mamá, papá, quiero quedarme a dormir en casa de alguien por una noche, pero no sé con quién”.

Tras unos instantes de desconcierto, en los que mi esposa y yo no supimos qué responder —mientras nos mirábamos estupefactos el uno al otro— le dije al chico algo muy improvisado para salir del impasse: “Me parece que es una buena idea, hijo. ¿Por qué no das un par de días a mamá y a papá para que piensen a casa de quién pudieras ir a quedarte por una noche? En este momento no tenemos una respuesta”.

Unos segundos más adelante, sin embargo, me vino a la mente el nombre de una familia que conocíamos bien y con la cual manteníamos una relación de amistad muy cercana. A los pocos minutos, mi esposa ya tenía agendada con esta familia una estancia del chico por todo un fin de semana tras una llamada telefónica. Al cabo de unos días, nuestro hijo pasó un espléndido fin de semana con aquella familia —de viernes a domingo— a pesar de que los cinco chicos que la conformaban superaban en edad al nuestro.

II

Este hecho, a primera vista, parece una nimiedad en la historia de cualquier familia. Sin embargo, para nosotros, padres primerizos y de un único hijo, fue una experiencia tremenda: por un lado, porque el niño dio un paso muy grande en el camino de afirmación de sí mismo a la temprana edad de seis años; por el otro, porque mi esposa y yo nos dimos cuenta de pronto que los hijos, tarde o temprano, deben seguir su propio camino, con la conciencia de que siempre son nuestros pero en última instancia no nos pertenecen.

Desde entonces las cosas han sido siempre así con nuestro hijo: cada vez yendo más hacia delante, desafiándonos hoy de una manera y al día siguiente de otra, con una libertad más resuelta y segura, poniendo en cuestión todas nuestras aprensiones y temores. Lo único que nos ha dado “un poco” de confianza y a veces “algo” de consuelo, es, por un lado, que el chico ha regresado siempre a casa más grande, más maduro, más dueño de él mismo; y, por el otro, que sabemos que le irá bien a donde quiera que vaya porque después de todo es un niño educado y muy bien portado, pues así le hemos enseñado a ser desde pequeño.

III

Justo por eso no me da temor saber que el chico se irá contigo a pasar el fin de semana, a pesar de que ahora soy para él ya el único padre que tiene como tarea custodiar con gran celo la consecución de su destino y que, por ese solo hecho, no minúsculo, la responsabilidad se multiplica. En estos años, mi hijo me ha enseñado a abrir mis manos cada vez más con mayor confianza para dejarlo explorar el mundo ya sin mi compañía. Cierto, sin mi compañía, pero siempre con otras compañías. Y yo estoy contento de que en esta ocasión sea con la tuya.

Son tan semejantes de carácter, que puedo asegurarte por anticipado que te divertirás con él como una “loca”: con sus ocurrencias, sus bobadas, sus risas escandalosas. Pero también puedo decirte que en algún momento te “tocará” el corazón, porque este niño —¿cómo decirlo con pudor, pero sin faltar a la verdad?— tiene “lo suyo” y, con eso, hace “su magia”. Quienes lo han conocido antes que tú sabrán entender a qué me refiero, empezando por aquella familia que se lo llevó a casa primero. Sólo deberás encontrar “el modo” concreto de relacionarte con él (aunque no creo que te lleve mucho tiempo descubrirlo, porque él hace muy sencillas las cosas).

Te agradezco de corazón el gesto de llevarte a mi hijo a tu casa por este fin de semana. Creo que para ambos será muy linda la experiencia de estar juntos un par de días. Cuando estés lista para regresármelo, llámame, para que pase después a recogerlo a la puerta de tu casa.

José R


* El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace: Diazolguin (Sobre la independencia de los hijos).

Libertad y destino*

I

Con frecuencia se piensa que la libertad de un hombre “termina” donde la libertad de otro hombre empieza. Creo que la fórmula correcta es más bien la contraria: la libertad de un hombre “comienza” a partir de la libertad de otro hombre; o mejor todavía, cuando ambas se encuentran y, a partir de dicho encuentro, vislumbran un camino común, un destino conjunto, una historia compartida, que no existen hasta el exacto momento en que ambas libertades se ponen en juego.

II

En El taller del Orfebre,[1] el poeta Karol Wojtyla expresa con toda claridad esta forma de entender la naturaleza de la libertad. En la escena inicial del primer acto, pone estos profundos pensamientos en la mente de Teresa cuando ella repasa interiormente el momento en que Andrés le pidió matrimonio:

Andrés me ha elegido y ha pedido mi mano.

Ha ocurrido hoy, entre las cinco y las seis de la tarde.

[…]

Caminábamos precisamente por el lado derecho de la plaza

cuando Andrés se volvió hacia mí y dijo:

“¿Quieres ser la compañera de mi vida?”.

[…]

Y lo dijo mirando hacia delante,

como si temiera leer en mis ojos

y, al mismo tiempo, como si quisiera indicar

que frente a nosotros hay un camino

cuyo fin no podemos ver;

hay un camino —o por lo menos puede haberlo—

si yo a su petición contesto “sí”.[2]

III

Pensar la libertad de otros como un “límite” de la libertad propia conduce, a la larga, a verlos a todos como obstáculos, como impedimentos, como estorbos, de los cuales hay que escapar lo antes posible para mantener la propia libertad a salvo. Pero una libertad así se vuelve solitaria con el tiempo y, en esa condición anómala, comienza a sucumbir a la dictadura de los propios deseos, que sólo han de volverla caprichosa.

* El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace: Diazolguin (Libertad y destino).

[1] Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1980.

[2] pp. 3-4 (con leves modificaciones).

Hans Urs von Balthasar*

(1905 – 1988)


1. Historia de una misión
 
La relevancia histórica, el Kairós que la figura y la obra de Hans Urs von Balthasar[1] tienen en el mundo cultural y eclesiástico está fuera de toda duda y bajo ningún aspecto se halla sujeta a discusión.
 
Por unánime consenso es reconocido como uno de los máximos exponentes de la teología católica del presente siglo —y, nos apuramos a decir, del venidero— junto con otras prestigiadas personalidades en este campo: Romano Guardini, Hugo y Karl Rahner, Henri de Lubac, Jean Daniélou, Yves Congar, Marie-Dominique Chenu, Joseph Ratzinger. Asimismo, su innata potencia especulativa y profundidad reflexiva lo inscriben por derecho propio en el selecto grupo de pensadores del campo de la filosofía de la talla de un Erich Przywara, Gustav Siewerth, Ferdinand Ebner, Gabriel Marcel, etc., todos ellos metafísicos de gran nivel, si bien sus aportaciones en este rubro quedan escondidas y como absorbidas por la tarea teológica a realizar.[2]
 
Hombre de vastísima cultura y extraordinario talento natural, Hans Urs von Balthasar representa una de esas figuras excepcionales que raramente se dan en la historia, desde cualquier aspecto en que se la quiera mirar. Como acertadamente señalan Walter Kasper y Karl Lehmann en el prefacio de la obra colectiva Hans Urs von Balthasar. Gestalt und Werk,[3] no hay nada en él que pueda mirarse con mesura e indiferencia, no hay aspecto de su personalidad poliédrica que permanezca oculta entre las sombras; antes bien, todo en él es, sencillamente, pasmoso:
 

“En una sola persona Hans Urs von Balthasar realizó oficios, vocaciones artísticas que para cualquier otra persona hubieran llevado toda una vida realizar, suponiendo que alguien hubiera tenido comparables dones del Espíritu y de la Gracia. Estas vocaciones deben, por lo menos, ser indicadas: el maestro espiritual, que acompañó espiritual-pastoralmente, en forma siempre discreta, a muchas personas particulares y a no pocas comunidades, principalmente de laicos; el teólogo, que tan sólo en su obra principal en quince volúmenes y tres partes, Herrlichkeit, Theodramatik y Theologik, elaboró una incomparable visión de conjunto de múltiples experiencias de Dios; el escritor, que recibió como don el raro «carisma de escribir» (A. M. Haas) y para el que estaban a  disposición todas las formas estilísticas y registros de la lengua humana; el traductor de numerosas obras del griego, del latín, del español pero, sobre todo, del francés, donde representativamente queremos nombrar tan sólo a Paul Claudel y Henri de Lubac; el editor y director de colecciones editoriales que, a través de la independencia de la casa editorial «Johannes» fundada por él, hizo presente en sus colecciones preciosas joyas de una Europa espiritual y trasmitir al público alemán grandes obras, principalmente de teología y espiritualidad francesa; junto con la doctora de Basilea y convertida, Adrienne von Speyr, […] fue fundador y principalmente director espiritual de la comunidad «Johannes», a través de la cual él, gracias a sus proyectos teológicos, dio gran impulso a otros «institutos seculares» (comunidades de vida cristiana en el mundo). ¿Qué más se podría recordar aún? El docto conocedor de la literatura alemana, el músico altamente dotado, el crítico musical, el amigo del arte…”.[4]
 

Desde esta óptica, conocido de todos es el juicio que veinte años antes de su muerte —cuando todavía el grueso de su producción teológica estaba en vías de escribirse y no pasaba del mero proyecto— externara sobre su persona su queridísimo maestro y amigo Henri de Lubac y que ha dado, literalmente hablando, la vuelta al mundo como uno de los más hermosos elogios que se hayan podido decir de él:
 

“Este hombre es quizás el más culto de nuestro tiempo. ¡Y si hay una cultura cristiana en algún sitio, está en él! La antigüedad clásica, las grandes literaturas europeas, la tradición metafísica, la historia de las religiones, los ensayos multiformes del hombre de hoy que se busca a sí mismo; y por encima de todo, la ciencia sagrada, con santo Tomás, san Buenaventura, la patrística (completa), sin hablar por ahora de la Biblia…, no hay nada grande que no encuentre acogida y vitalidad en este gran espíritu. Escritores y poetas, filósofos y místicos, antiguos y modernos, cristianos de toda confesión: a todos los llama para que le den su nota: todas sus voces le son necesarias para realizar la sinfonía católica, para mayor gloria de Dios”.[5]
 

Por su parte, su sobrino jesuita, Peter Henrici, hace notar que la altura y magnificencia espiritual de von Balthasar se hacía visible ya de manera sobresaliente en su elevada estatura y austera silueta, en las que también rebasaba a todos:
 

“Él era para todos nosotros demasiado grande. Cuando en el círculo de algunos amigos conducía un coloquio, permaneciendo de pie o mejor todavía, paseando de buena gana por aquí y por allá, superaba a todos por arriba de la cabeza. En la misma medida, su sabiduría y su capacidad de juicio era igualmente superior que a la de sus compañeros de diálogo. No se podía hacer otra cosa más que mirarlo. Aun sin levantarse sobre el podio, mantenía la perspectiva visual por encima de la situación. Y aun así, jamás hacía sentir su superioridad; jamás hablaba con condescendencia o con tono de superioridad, de arriba hacia abajo. Sólo en algunas ocasiones parecía no darse cuenta de que los demás no disponían del mismo talento natural y de la misma increíble capacidad de trabajo que él tenía. Ciertamente sus juicios, ideas y obras podían sonar a veces precipitadas, duras, incluso desdeñosas; sin embargo, con ello sólo expresaba la reivindicación que él exigía para sí mismo, de su ambiente y, sobre todo, de aquello que es eclesial. […] Si este hombre, no obstante su saber superior y toda su grandeza, pudo permanecer «sencillo», pequeño, incluso infantil, […] esto derivaba del hecho de que conocía y reconocía su talento natural. Lo conocía como puro don, como regalo (cuya grandeza él mismo, manifiestamente, no alcanzaba a ver del todo) por el que debía estar agradecido y poner, sencillamente, al servicio de los demás”.[6]
 
Pero el mejor juicio que se puede aducir en favor de la persona de Hans Urs von Balthasar es sin duda el que la Iglesia misma le concedió en reconocimiento no solamente de su labor científica y literaria, sino sobre todo eclesial, de su misión carismática en el seno de la Iglesia, al otorgarle  —de manera frustrada, por su repentino fallecimiento dos días antes—  el capelo cardenalicio, que habría de efectuarse el 28 de junio de 1988, de manos de Su Santidad Juan Pablo II y a la que von Balthasar accedió no sin cierta excitación de su parte y reticencia, ya que, como escribía en una carta: “esta distinción eclesial —para nada deseada— […] pesa gravemente sobre mi vejez y me hace esperar en una muerte cercana”.[7]
 
Como oportunamente ponía en evidencia el Cardenal Joseph Ratzinger al pronunciar la homilía fúnebre en la Hofkirche de Lucerna, tierra natal de nuestro teólogo:
 

“Sólo con mucha excitación Balthasar aceptó la merecida honra del cardenalato, no por vanidad de gran individualista, sino por ese espíritu ignaciano que impregnó toda su vida. En cierta manera esto aparece confirmado por la llamada a la otra vida que lo arrebató la tarde anterior a la ceremonia de investidura. De esta manera, pudo permanecer íntegramente sí mismo. Pero aquello que el Papa quería expresar con este gesto de reconocimiento, es decir, de honra, permanece válido: no sólo a nivel individual, privado, sino la Iglesia, en su responsabilidad ministerial oficial, nos dice que él fue un auténtico maestro de fe, un guía seguro hacia las fuentes de agua viva, un testigo de la Palabra del que nosotros podemos aprender a Cristo, aprender la vida”.[8]
 


2. “Apasionado por todo lo que es bello…”
 
Nacido, como se ha dicho, en la ciudad de Lucerna, Suiza, el 12 de agosto de 1905, creció como hijo mayor en el seno de una familia de gran abolengo y tradición cristiana: su padre, Oskar Ludwig Karl von Balthasar (1872 – 1946), fue un prestigiado arquitecto que contaba, entre sus ascendientes, un misionero y provincial jesuita por tierras mexicanas (Johann Anton von Balthasar, 1692 – 1763); su madre, Gabrielle Pietzcker (1882 – 1929), incluía en su árbol genealógico la figura de un obispo mártir (Vilmos Apor, obispo de Györ, Hungría, † 2 de abril de 1945). Por su parte, su hermano Dieter fue durante algún tiempo oficial en las Guardias Suizas y su hermana menor, Renée, religiosa y superiora general con las hermanas franciscanas de Sainte Marie des Anges.
 
Entre los primeros recuerdos que se tienen de su temprana infancia se hallan los escritos por su madre en el Álbum de familia, donde cuidadosamente registraba sus pensamientos acerca de su hijo mayor. Entre ellos sobresale el siguiente: “[Hans] se apasiona por todo lo que es bello y tiene una debilidad por las muchachas”.[9]
 
Realizó sus primeros estudios con los monjes benedictinos de Engelberg (1917 – 1920) y posteriormente con los jesuitas de la ciudad de Feldkirch (1920 – 1923). En el transcurso, su pasión por la música y la literatura fue en aumento, para no disminuir jamás. Sobre su afición a la música, tenemos algunos testimonios de su parte.
 
Por ejemplo:
 

“A partir de las primeras agitadas impresiones musicales  —la Misa en Mi mayor de Schubert (alrededor de los cinco años) y la «Patética» de Tchaikovsky (por los ocho años)—,  yo pasé delante del piano horas sin fin; en el Colegio de Engelberg se añadió la participación en la orquesta y las óperas, pero cuando yo, junto con otros amigos, me transferí a Feldkirch para estudiar los dos últimos años y medio de Gimnasio, el «sector musical» de allí era tan ruidoso y carente de unidad que a uno se le venían abajo las ganas de tocar”.[10]
 
Y en otra parte:
 

“Mi juventud se caracterizó por la música; tuve como maestra de piano a una anciana señora que había sido discípula de Clara Vick Schumann; ella me introdujo en el romanticismo, cuyos últimos epígonos pude escuchar en Viena, al mismo tiempo de mis estudios: Wagner, Strauss, pero sobre todo Mahler. Todo esto terminó cuando llegó a mis oídos Mozart, del que no me he apartado hasta la fecha; por mucho que en mis años de madurez se hayan hecho queridos Bach y Schubert, Mozart ha permanecido como la inmóvil estrella polar en torno a la cual giran las otras dos”.[11]
 

Por lo que respecta a su debilidad por la literatura, dice en una carta a su condiscípulo en Engelberg, Alois Schenker: “Tú, en aquel tiempo, eras ya terriblemente diligente, mientras que yo me deleitaba eternamente con la música y leía a Dante; por la noche me ponía de pie encima del lecho para poder coger un poco de luz y leer el «Faust»”.[12]
 
Debido a la fuerza de ambos intereses estéticos, su sobrino Peter Henrici señala que von Balthasar “osciló por largo tiempo entre el estudio de la música y el de la literatura”,[13] a la hora de tener que elegir una carrera universitaria. Finalmente, sin embargo, en 1923 se decidió por los estudios de germanística, a cursar en la Facultad de Letras de la Universidad de Viena. Sobre las motivaciones e intenciones que tuvo para ello dirá muchos años más tarde de manera retrospectiva: “Inicié los estudios de la filología por amor hacia la poesía alemana; estudié al mismo tiempo filosofía, sánscrito, indo-germanística, sin pensar nunca seriamente para qué me serviría en la vida todo eso”.[14]
 
En Viena cursa los dos primeros semestres de sus estudios; después se traslada a la ciudad de Berlín para llegar a la conclusión de éstos en la Universidad de Zúrich, donde presenta su examen de grado, obtenido con el muy merecido summa cum laude. En los dos primeros lugares advienen encuentros intelectuales y humanos importantes que se reflejarán en el contenido y el método de su trabajo doctoral, con el título Geschichte des eschatologischen Problems in der modernen deutschen Literatur.[15]
 
En otra pequeña obra que saldrá en su vejez, cuenta:
 

“En Viena atrajeron mi interés Plotino, por un lado, y por el otro los inevitables contactos con los círculos psicológicos, también freudianos; mientras me impactaba profundamente el lacerado panteísmo de Mahler, fui inducido a prestar atención a Nietzsche, Hofmannstahl, George, al sentido del fin del mundo de Carl Kraus, a la evidente corrupción de una cultura que se encaminaba hacia su ocaso”.[16]
 

En Berlín, en cambio, tuvo la oportunidad de conocer y asistir a las clases de Romano Guardini, que presentaba una sui generis y novedosa concepción de “lo específico cristiano” (Unterscheidung des Christlichen, como le gustaba decir a Guardini): las famosas lecciones sobre Religionsphilosophie und Katholischer Weltanschauung. En ellas Guardini no sólo exponía un método nuevo de presentar los problemas de la fe en su relación con el mundo contemporáneo, sino también tuvo la maestría de exponerlos a través de densas y ricas monografías sobre pensadores atípicos de la historia de la cultura: Sócrates, Agustín, Buenaventura, Dante, Pascal, Hölderlin, Kierkegaard, Dostoievski, Rilke.
 
Nada extraño poder ver en ello un preludio de lo que posteriormente hará von Balthasar a su manera, también magistral, a todo lo largo de sus obras, desde su temprana trilogía sobre el Apokalypse der deutschen Seele: Studien zu einer Lehre von letzten Haltungen,[17] que es una prolija reelaboración de su tesis de grado, pasando por las dedicadas a sus amigos literatos Reinhold Schneider[18] y George Bernanos[19] y las dos religiosas carmelitas Teresa de Lisieux[20] y Elisabeth de Dijon,[21]hasta llegar a las famosas monografías contenidas en su obra monumental Herrlichkeit: sus Fächer der Stile, en dos volúmenes (Klerikale Stile y Laikale Stile).
 
 
3. “No tienes nada que elegir…”
 
Por la época en que estaba terminando sus estudios (1927), von Balthasar pudo asistir a unos ejercicios espirituales ignacianos de treinta días en Whylen, cerca de Basilea, sin ninguna pretensión especial de su parte por la vida religiosa. Pero como otrora sucedió al apóstol Pablo y al evangelista Mateo, von Balthasar también fue “tocado” por el misterioso rayo de la gracia, que cambiaría su vida:
 

“Hoy, al cabo de treinta años, podría volver a encontrar, en aquella vereda intrincada de un bosque, en la Selva Negra, cerca de Basilea, el árbol junto al cual sentí como un relámpago. Era yo estudiante de germanística y seguía yo un curso de ejercicios de mes para estudiantes seglares. En aquel ambiente se consideraba realmente como una desgracia que alguien desertara para ponerse a estudiar teología. Pero no fue la teología ni el sacerdocio lo que me entró por los ojos, sino simplemente esto: no tienes nada que elegir, has sido elegido; no necesitas nada, se te necesita; no tienes que hacer planes, eres una piedrecita en un mosaico ya existente. Sólo tenía que «dejarlo todo y seguir», sin intenciones, deseos, expectaciones; sencillamente quedarme quieto, esperando a ver en qué me usaban. Y así ha sido desde entonces”.[22]
 

No obstante, no será sino hasta finales de 1929 en que ingresará durante dos años en el postulantado que la Compañía de Jesús tenía en la ciudad austríaca de Feldkirch; decisión que estaría acompañada de dolorosas sombras, pues a comienzos del mismo año (2 de enero) había fallecido su querida madre, tras una penosa enfermedad.
 
En 1931 se traslada a Pullach, en Múnich de Baviera, para realizar los estudios de filosofía durante un bienio, en lugar de los acostumbrados tres años, en consideración de sus precedentes estudios de germanística. Al terminar, en 1933, se dirige ahora a la ciudad de Fourvière, pueblecito cerca de Lyon, Francia, para emprender los estudios teológicos. Qué hayan significado estos dos períodos escolares en su vida lo indican tanto Peter Henrici como el mismo von Balthasar.
 
Dice el primero:
 

“La entrada en la Orden religiosa significó, en primer lugar, renuncia, abandono, no solamente de la música, sino también de la vida literaria y cultural. […] Los estudios regulares propios de la Orden religiosa no pudieron sino aparecer áridos y demasiado vacíos de espíritu cultural a un Balthasar habituado a otros mundos tan distintos. El estudio de la filosofía lo vio como un languidecer «en el desierto de la neoescolástica»”.[23]
 

Y añade el segundo:
 

“Todo el tiempo de estudio durante los años de formación en la Orden de los jesuitas fue una encarnecida lucha contra el lamentable estado de la teología, con lo que los hombres habían hecho de la gloria de la Revelación. No podía soportar esta figura de la Palabra de Dios. Hubiera querido dar golpes a diestra y siniestra con la furia de un Sansón; hubiera querido con su fuerza derribar el templo y sepultarme allí yo mismo”.[24]
 
No obstante estos juicios tan duros y negativos, ambos períodos estuvieron marcados por importantes encuentros humanos e intelectuales, tanto en el campo de la filosofía como en el de la teología. Por ejemplo, estando en Pullach conoce a Erich Przywara, a quien le debe toda su especulación en torno al escabroso tema de la analogia entis; y en Fourvière traba relación con Henri de Lubac, a quien le debe todo su conocimiento y amor a los Padres de la Iglesia. Con todo, ninguno de los dos fue su maestro de manera directa.
 
Concluida la teología y ordenado sacerdote (el 26 de junio de 1936 en la Hl. Michaelkirche, de Múnich, por el cardenal Faulhaber), a von Balthasar le esperan tres años duros de labor cultural e intelectual en Múnich junto a Przywara en la dirección editorial de la revista Stimmen der Zeit, a la que renunciará en 1940 para dedicarse al trabajo cultural y pastoral entre los estudiantes universitarios de la ciudad de Basilea, no sin antes rechazar la tentadora oferta de dedicarse a la vida académica en la Universidad Gregoriana de Roma, apartándose así por el resto de su vida del mundo intelectual universitario.
 
La década de los años cuarenta nos presenta la figura de un von Balthasar sometido a esta ingente tarea de la vida cultural y la abnegada responsabilidad de la animarum cura. Y con todo, se daba tiempo para el diálogo y controversia teológica con el protestantismo. Son los azarosos años de la guerra y la postguerra, del trabajo editorial en la Klosterberg en favor de una renovación espiritual de una Europa abatida, de los innúmeros ciclos de conferencias, a ritmos impresionantes, y la prolongada amistad —iniciada por la común afición a la música de Mozart— con el teólogo evangélico Karl Barth, sobre quien publicará un denso y voluminoso libro acerca de su teología, fruto de aquellas conferencias: Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie.[25] Pero sobre todo, lo que más señalará la vida y el pensamiento de von Balthasar en estos años será el encuentro con la doctora Adrienne von Speyr y las fundaciones laicales iniciadas con su compañía.
 
 
4. Entre la indiferencia ignaciana y el amor joáneo
 
Von Balthasar conoció a Adrienne von Speyr (1902, La Chaux-de-Fonds; 1967, Basilea) en 1940, a través de un amigo común, y la frecuentó con periodicidad como confesor y director espiritual a raíz de la conversión de ésta al catolicismo.
 
Apenas en el seno de la Iglesia católica, se reveló en la persona de Adrienne no solamente una inusual cantidad de dones y gracias místicas, sino también se fue perfilando la objetividad de una misión teológica dentro de la Iglesia, a la que von Balthasar inmediatamente se vio ligado de manera ineludible por el resto de su vida y a la que dedicaría todas sus energías en adelante. Él mismo no dejaría de recordarlo en numerosas ocasiones y escritos posteriores.
 
En 1984 escribiría en Unser Auftrag:
 

“Este libro tiene sobre todo una tarea: la de impedir que después de mi muerte sea emprendido el intento de separar mi obra de la de Adrienne von Speyr. Esto demuestra que ello no es posible ni por lo que respecta a la teología ni a la fundación del instituto”.[26]
 

Y en 1968, en Erster Blick:
 

“En 27 años, y aunque como confesor y director espiritual tuve la ocasión de observar de cerca su vida interior, jamás he tenido la menor duda sobre la autenticidad de su misión. ¡Tan luminosa era la simplicidad con la que la vivía y me la comunicaba! Aconsejado por ella tomé las decisiones más duras de mi vida […] y no pocas veces he intentado también conformar mi visión de la revelación cristiana a la suya. Sin ella, muchos artículos aparecidos en los Skizzen zur Theologie nunca hubieran visto la luz. A ella le debo sobre todo la perspectiva fundamental de mi Herrlichkeit […], aunque ella no haya participado directamente en la elaboración de esta obra”.[27]
 

A través del impacto con Adrienne y su misión teológica es entonces que von Balthasar comprende el sentido de sus preocupaciones intelectuales y artísticas —junto con toda la amplitud de su cultura y talento natural— y a partir de ello comienzan a tomar “forma”: su forma definitiva.
 
Como escribe Marc Ouellet:
 

“Von Balthasar fue un hombre fuera de lo común. Músico, filólogo, poeta, patrólogo, filósofo. […] Pero toda esta cultura literaria, artística y teológica tenían un objetivo que él mismo no percibía claramente al principio. Lo explicita claramente en un librito reciente sobre el instituto secular que fundó con Adriana von Speyr hace ya más de 40 años: «Mi preparación literaria, filosófica y teológica sirvió como medio para recibir la plenitud de las intuiciones teológicas de Adriana y para darles una expresión adecuada»”.[28]
 

Las fundaciones realizadas por von Balthasar que surgen y crecen al amparo e inspiración de Adrienne von Speyr comienzan en 1941 con la Studentische Schulungsgemeinschaft, que era una asociación de estudiantes deseosos de vivir una vida cristiana en el ámbito de los estudios. Le sigue después, en 1945, la Akademische Arbeitsgemeinschaft, iniciada en un principio para seminaristas y jóvenes sacerdotes y después abierta también para laicos; y, en el mismo año, la Johannesgemeinschaft, en su rama femenina con tres postulantes.
 
Como fundamento teológico de la intuición que estaba detrás de estas fundaciones, von Balthasar escribirá los libros Der Laie und der Ordensstand,[29] en 1948, y Christlicher Stand,[30] no publicado sino hasta 1977 por reticencia de los superiores jesuitas, aunque estaba preparado ya desde aquellas fechas. Finalmente, por las dificultades para obtener el nihil obstat a las obras que iban surgiendo de la pluma de Adrienne, funda en 1947, con la ayuda financiera del doctor Josef Fraefel, no ya un instituto, sino una casa editorial independiente, a la que von Balthasar dedicaría asimismo gran parte de su vida: la Johannesverlag.
 
Esta tarea entrevista no sería en absoluto nada fácil para von Balthasar. Para ella había menester de algo más que cólera e indignación por una teología que cada vez más se hacía “sentada” y no de “rodillas”; hacía falta, como él mismo recuerda, desprendimiento y renuncia, una absoluta disponibilidad para una obra que no era suya:
 

“Quería demoler todo con rabia para volver a construir desde los fundamentos. Pero mi misión naciente era demasiado cosa mía. Me faltaba la indiferencia y la benevolencia que Ignacio y San Juan me comunicaron más tarde por medio de Adriana. Ella sufrió sus primeras pasiones por mí, para obtenerme una mayor disponibilidad a la misión. Dios lo dispuso así sin mérito de mi parte y sin que yo haya colaborado mayor cosa”.[31]
 

Hacía falta, pues, su propio dolor y la incomprensión de los demás: los de su orden religiosa y la jerarquía eclesiástica.
 
 
5. “Benedixit, fregit, deditque”
 
En 1947, con ocasión de la inminente emisión de los votos solemnes con los cuales estaría ligado definitivamente a su orden, von Balthasar es conminado por sus superiores a dejar de lado los destinos de la Johannesgemeinschaft —de la que los jesuitas no querían asumir la responsabilidad— y también la colaboración conjunta con Adrienne von Speyr, de quien en precedencia había hecho iniciar un discernimiento teológico que diera cuenta de los carismas y dones espirituales que manifestaba.
 
Con esa intención, habla por primera vez con el Superior general de la orden el 22 de abril del mismo año y, por segunda vez, en Roma el 22 de noviembre. El P. Johann Janssens lo remite, entonces, con el P. Henri Rondet para un diálogo “clarificador”, antes de tomar una resolución sobre su “caso”.
 
En 1948 von Balthasar es enviado a tomar los ejercicios espirituales de un mes con el P. Donatien Mollat, a cuya luz y consejo toma la decisión de salir definitivamente de la orden, pero no será sino hasta año y medio después, el 11 de febrero de 1950, en que von Balthasar pisará por última vez su “patria espiritual”: la Compañía de Jesús.
 
Qué precio haya tenido para von Balthasar —y para Adrienne von Speyr, que le había aconsejado— esta salida de la orden se puede barruntar un poco en las palabras que escribirá en 1968 en Erster Blick:
 

“Pero lo que superó realmente las fuerzas humanas [de Adrienne] fue la parte de responsabilidad que cayó sobre ella cuando me planteó la posibilidad de dejar la Compañía de Jesús, una vez que ya no había posibilidad de cumplir en el marco de esta orden el deber categórico, que nos habíamos impuesto, de fundar una nueva comunidad. Ciertamente yo tenía pruebas más que suficientes de que esta misión existía y debía ser comprendida como nosotros la comprendíamos: porque Dios tendrá siempre la posibilidad de expresarse sin ambigüedad por boca de una de sus criaturas (y especialmente en la Iglesia). Para mí, la Compañía de Jesús había sido la patria más querida, la más natural. La idea de que todo cristiano tiene más de una vez en la vida de «dejarlo todo», incluso una orden religiosa, para seguir al Señor nunca me había venido a la mente y me estremeció como un golpe súbito. Si bien yo tenía mis pruebas y actuaba en virtud de mi propia y personal responsabilidad —cosa que jamás he lamentado desde entonces—, para Adrienne, cuyo papel de intermediaria fue esencial, la corresponsabilidad fue, sin embargo, algo terriblemente violento”.[32]
 

Asimismo, se aprecia el dolor que esta decisión le tomó llevar a cabo en la carta que dirigió al Superior general, poco antes de su partida:
 

“Después de años de meditación y oración delante de Dios y de nuestro padre san Ignacio, he llegado a la conclusión —de la que lo he puesto al corriente en los dos encuentros orales— que Dios me ha reservado una tarea personal, particular, que no puedo confiar a otros; esquivarla o hacer oídos sordos significaría traicionar el amor de Dios en lo más íntimo de mí mismo. […] Si yo hoy ruego a su Paternidad de dispensarme del voto de entrar en la Compañía de Jesús y vivir en la pobreza, virginidad y obediencia, no es ciertamente para sustraerme de la cruz de la vida religiosa, para evitar someter mi espíritu y mi voluntad y seguir un plano personal, sino con la clara conciencia de ligarme a Dios y a nuestro padre Ignacio con una obediencia todavía más estrecha que me prive con severidad aun mayor de mi libertad, según aquello que fue dicho: «cuando seas viejo serás conducido a donde tú no quieras». Parto, entonces, voluntaria e involuntariamente al mismo tiempo. Voluntariamente, porque mi petición de licencia no tiene otra razón que la de obedecer a Dios. […] Pero parto también contra mi voluntad, constreñido por una serie de circunstancias a las que no puedo reconocer una necesidad ineluctable. […] Pero me fue igualmente claro que, desde el momento en que mi causa en Roma tomaba la forma de una alternativa, había terminado para mí mi permanencia en el seno de la Compañía. […]”.[33]
 

Una vez fuera de la orden, las dificultades, peripecias e incomprensiones fueron en aumento.
 
Ante todo, la salida obligada de la ciudad de Basilea por instancia del obispo del lugar, que ya desde antes (1947) miraba con recelos la presencia de la Johannesgemeinschaft; los rumores en torno a su persona por las “extrañas” relaciones con Adrienne von Speyr (que dio pie a la carta que von Balthasar escribió a sus compañeros de orden); la presencia en la ciudad de un “ex” religioso jesuita, salido de la orden en circunstancias no del todo claras; la proscripción del mundo académico por parte de la Congregación para la Educación Católica, por su condición canónicamente “inestable” (hacia 1952); el retiro del permiso para poder confesar; las penurias económicas por no contar con estipendio, a falta de incardinación eclesiástica; la terrible lucha durante seis años por un obispo que lo quisiera admitir en su diócesis (ocurrida sólo hasta 1956 con el obispo de la ciudad de Coira).
 
A lo anterior se suman, además, las repercusiones escandalosas suscitadas por el “candente” libro Schleifung der Bastionen. Von der Kirche in dieser Zeit,[34] publicado en 1952, que le ganó la fama de “teólogo liberal” por la fuerte insistencia en demoler los bastiones en que la Iglesia de su tiempo se había recluido, apartándose de lo que debería ser su “centro”: el mundo; y la terrible flebitis y leucemia que se ganó —con peligros de muerte— a causa de los prohibitivos ritmos de trabajo a los que se sometía dando aquí y allá tandas de ejercicios espirituales, dictando conferencias y escribiendo artículos y libros (entre 1957-1958).
 
Todavía, se podría citar, hacia finales de los años cincuenta, la extraña y desconcertante exclusión de von Balthasar de las comisiones teológicas preparativas del Concilio Vaticano II, convocadas por el nuevo Papa Juan XXIII, como hace observar Henri de Lubac:
 

“Resulta un poco desconcertante que, tras el primer anuncio del concilio por Juan XXIII hasta el presente, nadie se haya preocupado de invitar al P. H. U. von Balthasar para que trabaje en su preparación. En un reciente fascículo de Orientierung, el P. Ludwig Kaufmann hacía esta misma observación. Un poco desconcertante y, me atreveré a decir, humillante; pero hay que saber aceptarlo con humildad”.[35]
 

A la luz de todo esto, no se puede sino evocar el sentido “profético” que las palabras que von Balthasar hizo inscribir en el recordatorio de su ordenación sacerdotal iban a tener por el resto de su vida —en aquel entonces, de manera no del todo consciente— como él mismo dice en la carta que escribió sobre su vocación sacerdotal: benedixit, fregit, dedique.[36]
 
 
6. “La semilla de Hans… crecerá espléndida y abundantemente”
 
Después de la dolorosa vorágine de los años cincuenta, la década de los años sesenta representará —aparentemente— en la vida de von Balthasar un tiempo de calma y bonanza, así como de creciente producción teológica.
 
Calma y bonanza, en primer lugar, porque, por una parte, será el tiempo de los reconocimientos honoríficos y homenajes que, a partir del cumplimiento de sus 60 años, irán llegando hasta su apartado rincón de Basilea. El primero en hacer presencia será la Cruz de Oro que, desde el lejano Monte Athos, le fue otorgado por la Iglesia oriental (1965). Posteriormente, los doctorados honoris causa en teología que el “lejano” mundo académico le hará llegar a través de las universidades de Edimburgo y Friburgo (1965). Por último, hacia finales de los años sesenta, a manera de una tardía compensación por la bochornosa exclusión de la participación en el Concilio Vaticano II, concluido unos años antes, el nombramiento por parte del Papa Paulo VI como miembro de la reciente Comisión Teológica Internacional (1969).
 
De creciente producción teológica, en segundo lugar, porque a raíz de su alejamiento forzado del Concilio, pudo dedicarse a desarrollar y escribir lo que sería la parte más importante, profunda y conocida de su labor teológica y que le ganaría más fama al renombre mundial, que ya de por sí tenía, como a mediados de la década apuntaba Henri de Lubac:
 

“Sin duda alguna, en el fondo vale más que lo hayan dejado dedicado exclusivamente a su tarea, en la continuación de una obra de proporciones inmensas y de tal profundidad como la Iglesia no conoce ninguna otra en nuestra época, ya que de esta obra se aprovechará durante largos años venideros toda la Iglesia”.[37]
 

Esta obra a la que Henri de Lubac hace referencia es la primera parte de la famosa trilogía teológica  —Herrlichkeit—  que von Balthasar, desde 1960, iría escribiendo en siete volúmenes de manera regular y a ritmos impresionantes hasta 1967,[38] si bien ya algunos indicios de la misma se hallan en el artículo de 1959 “Offenbarung und Schönheit”, aparecido en la revista Hochland.[39] Aquí mismo se pueden ubicar la serie de ensayos teológicos reunidos bajo el nombre genérico de Skizzen zur Theologie, en sus tomos primero (Verbum Caro[40]), segundo (Sponsa Verbi[41]) y tercero (Spiritus Creator[42]). Los restantes volúmenes (Pneuma und Institution[43] y Homo creatus est,[44] el cuarto y el quinto, respectivamente) vendrían publicados años más adelante.
 
Pero aparente, en tercer lugar, debido a las interminables, cerradas y aceradas disputas teológicas en las que von Balthasar voluntaria e involuntariamente se vio envuelto con todas las secuelas que el Concilio y el postconcilio trajo consigo. Estos años nos presentarán a un von Balthasar agudo e irónico —y a veces también “inflexible”— a través de pequeños libritos que, no obstante su tamaño, representaron verdaderas “bombas de tiempo” para a todo aquel que los leía: Wer ist ein Christ?;[45] Cordula oder der Ernstfall;[46] Einfaltungen. Auf Wegen christlicher Einigung.[47] Temáticas y polémicas que aún se continuarían durante los años setenta (Klarstellungen. Zur Prüfung der Geister;[48] In Gottes Einsatz leben;[49] Die Wahrheit ist symphonisch. Aspekte des christlichen Pluralismus;[50] Der Antirömische Affekt. Wie lässt sich das Papsttum in der Gesamtkirche integrieren?;[51] Neue Klarstellungen[52]) y los ochenta (Kennt uns Jesus-Kennen wir ihn?;[53] Kleine Fibel für verunsicherte Laien;[54] Christen sind einfältig;[55] Was dürfen wir hoffen?;[56] Kleiner Diskurs über die Hölle[57]), con no menos ardor y polvareda.
 
1967 será, tras una penosa y prolongada enfermedad —desde 1964 estaba prácticamente ciega— el año en que también muere su partner en la misión teológica dentro de la Iglesia: Adrienne von Speyr. Cuatro días antes de morir expresó las siguientes palabras llenas de gratitud a modo de despedida: “Te auguro un futuro radiante y sereno … y espero que recuerdes las cosas maravillosas que hemos sido capaces de realizar juntos”.[58]
 
 
7. “Te auguro un futuro radiante y sereno”
 
Los últimos dieciocho años de su vida von Balthasar los pasará principalmente entre dos frentes distintos: la continuación de su trilogía teológica, en sus partes segunda y tercera, y las frecuentes enfermedades que, para un hombre de su avanzada edad, resultaban demasiado excesivas. Y a caballo entre ambas cosas, nuevos reconocimientos por su labor teológica.
 
La segunda parte de su tríptico teológico —Theodramatik—, tal vez tan amada o más que su anterior Herrlichkeit, le tomará cerca de diez años escribirla (1973-1983) en sus cinco volúmenes,[59] mientras que la tercera parte —Theologik—, escrita más en fuerza del impulso inicial de las otras dos partes que del deseo de concluir un proyecto, la escribirá en el tiempo relativamente corto de dos años (1985-1987).[60] Aun así, todavía tuvo los arrestos suficientes para escribir un apretado resumen —Epilog[61]— de la entera obra a manera de una apología encomiástica por el edificio construido a lo largo de veintisiete años (1987).
 
Mientras tanto, también los reconocimientos honoríficos fueron llegando con regular asiduidad.
 
En 1971 recibe el Premio Romano Guardini otorgado por la Academia Católica de Múnich de Baviera; en 1973 es nombrado Corresponding Fellow por la Academia Británica; en 1975 resulta triplemente distinguido: es nombrado Associé Étranger por la Academia Francesa, recibe el Premio para Traductores que le concedió la Fundación Hautviller, de París, mientras que la Fundación Martin Bodmer, de Zúrich le confiere el Premio Gottfried Keller.
 
En los Estados Unidos, por su parte, se celebra en 1977 el primer simposio sobre su pensamiento teológico, en la Catholic University of America, en Washington, y tres años más tarde (1980), esa misma Universidad le otorgaría el doctorado honoris causa en letras humanas, por lo cual von Balthasar dedicará a la misma Universidad, en agradecimiento por la distinción, el cuarto volumen de su Theodramatik.
 
Los últimos reconocimientos que von Balthasar recibiría en vida vendrían desde el corazón mismo de la Iglesia, la “catholica” a la que tanto amó y deseó servir en su larga existencia: el Premio Paulo VI, de manos del Papa Juan Pablo II, en 1984 y, al año siguiente, la celebración del simposio internacional “Adrienne von Speyr y su misión eclesial”, que le dio la última oportunidad de manifestar ante todo el mundo su agradecimiento y deuda intelectual a esta desconocida mística suiza.
 
Diez años atrás, había escrito en Erster Blick:
 

“En la actualidad, después de su muerte, la obra de Adrienne von Speyr me parece mucho más importante que la mía y la publicación de sus escritos inéditos me ocupa más tiempo que mis trabajos personales. Estoy convencido de que, en el momento en que sus obras sean accesibles, muchos cristianos compartirán mi opinión y darán gracias a Dios conmigo por haber reservado tales gracias a la Iglesia de hoy”.[62]
 

De tierras de habla hispana proviene, finalmente, el homenaje que cerrará toda una vida de labor teológica y servicio a la Iglesia. Este se celebró en el mes de mayo de 1988 con ocasión de la presentación en traducción española de su Gloria. Una estética teológica.[63] Este último encuentro intelectual dio la oportunidad a von Balthasar de ofrecer un último recuento, una apretada síntesis de su pensamiento; en fin, un “Intento de resumir mi pensamiento”.[64] Un mes después fallece en la ciudad de Basilea.
 
Como añade Peter Henrici:
 

“Para él, morir se volvió fácil. Él, que más de una vez debió presenciar una agonía, durante largos meses, a la cabecera de Adrienne —«un morir a cuentagotas»— pudo volver al cielo en plena actividad, mientras se preparaba para la solemne celebración del día siguiente. Así, de repente, de un momento a otro, él también, solo y sin ser notado, como su Padre san Ignacio. Era el 26 de junio de 1988, dos días antes de su elevación a cardenal. […] Sobre su escritorio estaba, terminado, el manuscrito para el regalo anual de navidad que hacía a sus amigos: «Si no os volvéis como niños…».  Este es su auténtico testamento”.[65]


* Fuente: Revista Vertebración (año 11, n. 43, 1998); Instituto de Investigaciones Humanísticas, de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla. El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace: Diazolguin (Hans Urs von Balthasar).


[1] A lo largo de su vida, principalmente a partir de los años 50, von Balthasar no dejó de ofrecer noticias sobre sus escritos y las intenciones que lo motivaron a escribirlas, así como preciosos datos biográficos. Sobre estos datos está elaborada la siguiente biografía y a ellos nos remitimos frecuentemente: Rechenschaft 1965. Mit Einer Bibliographie der Veröffentlichungen Hans Urs von Balthasar zasammengestellt von Berthe Widmer; Johannes Verlag, Einsiedeln, 1965; Erster Blick auf Adrienne von Speyr; Johannes Verlag; 1968 [Adrienne von Speyr. Vida y misión teológica; Encuentro, Madrid; 1986]; Unser Auftrag; Einsiedeln; 1984; Prüfet alles, das Gute behaltet; Schwaben Verlag; Ostfildern; 1986.
[2] Una breve noticia sobre su pensamiento filosófico la ofrece el ensayo de Peter Henrici, “La filosofia di Hans Urs von Balthasar”. En Hans Urs von Balthasar. Figura e opera; traduzione italiana di Ellero Babibi, Edizioni Piemme, 1991, pp. 305-334.
[3] Communio, Köln; 1989. En adelante, empleamos la traducción italiana de esta obra, recogida en la nota anterior (Figura e opera).
[4] Figura e opera, pp. 13-14.
[5] Paradoja y misterio de la Iglesia, Sígueme, Salamanca, 1965, pp. 186-187.
[6] “Primo sguardo su Hans Urs von Balthasar”. En Figura e opera, p. 26. Título original: “Erster Blick auf Hans Urs von Balthasar” (cf. nota 3).
[7] Carta al P. Antonio Sicari. En Communio 105 (1989), edición italiana, p. 10.
[8] “Un uomo della Chiesa nel mondo”. En Figura e opera, pp. 457-458.
[9] Citado por Elio Guerriero, Hans Urs von Balthasar; Edizioni Paoline, Milano, 1991, p. 20.
[10] Unser Auftrag, p. 30. Citado por P. Henrici, en Figura e opera, p. 28.
[11] “Quel che devo a Goethe”. Discorso per il conferimento del Premio Mozart; Innsbruck, 22 de mayo de 1987. Documento incluido como apéndice VI en E. Guerriero, op. cit., p. 396.
[12] Carta reportada por P. Henrici, en Figura e opera, p. 29.
[13] Ídem.
[14] Unser Auftrag, p. 31. Reportado por E. Guerriero, op. cit., p. 21-22.
[15] Zúrich, 1930.
[16] Prüfet alles, p. 8. Reportado por E. Guerriero, op. cit., p. 23.
[17] A. Pustet, Salzburg. Band I: Der Deutsche Idealismus, 1937; Band II: Im Zeichen Nietzsches, 1939; Band III: Die Vergöttlichung des Todes, 1939.
[18] Reinhold Schneider. Sein Weg und sein Werk, Hegner, Colonia-Olten, 1953.
[19] Gelebte Kirche Bernanos, Johannes Verlag, Einsiedeln, 1988.
[20] Therese von Lisieux. Geschichte einer Sendung, Hegner, Colonia-Olten, 1950.
[21] Elisabeth von Dijon und ihre geistliche Sendung, Hegner, Colonia-Olten, 1952.
[22] Carta publicada en el libro colectivo ¿Por qué me hice sacerdote?; a cargo de Jorge Sans Vila, Sígueme, Salamanca, 19896, pp. 14-15.
[23] Figura e opera, p. 34. La última frase, de von Balthasar, está tomada de Rechenschaft 1965, p. 34.
[24] En Adrienne von Speyr, Erde und Himmel. Ein Tagebuch, Band II: Die Zeit der Großen Diktate, editado y traducido por Hans Urs von Balthasar, Einsiedeln, 1975; p. 175 s.
[25] Hegner, Colonia-Olten, 1951.
[26] Johannes Verlag, Einsiedeln; 1984; p. 11.
[27] Citamos por la versión castellana: Adrienne von Speyr. Vida y misión teológica, Encuentro, Madrid, 1986, pp. 7-8.
[28] Introducción a la obra de Hans Urs von Balthasar; primera conferencia del ciclo Homenaje a Hans Urs von Balthasar que el autor impartió en Buenos Aires y Córdoba, Argentina, en octubre de 1989; pp. 2-3 [Lamentamos no tener la referencia bibliográfica exacta]. El texto de von Balthasar al que Oullet hace referencia es L’Institut Saint-Jean; Lethellieux, p. 36.
[29] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1948.
[30] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1977.
[31] Adrienne von Speyr, Erde und Himmel; Band I, p. 1579. Citado por M. Ouellet, op. cit., p. 5.
[32] Citamos por la versión castellana: Adrienne von Speyr. Vida y misión teológica; pp. 38-39.
[33] “Lettera di saluto ai confratelli”. Documento incluido como apéndice II en E. Guerriero, op. cit., pp. 371-373.
[34] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1952.
[35] Paradoja y misterio de la Iglesia, p. 183.
[36] ¿Por qué me hice sacerdote?, p. 15. Al respeto, añade P. Henrici, que von Balthasar, el día de su primera celebración eucarística, “Subrayó el «partió» con tal insistencia que esto quedó grabado en quien lo escuchó para toda la vida, imposible de borrar  de la memoria”. Figura e opera, p. 37.
[37] Paradoja y misterio de la Iglesia, p. 183.
[38] Todos, publicados por Johannes Verlag, Einsiedeln.
[39] En el n. 51, 1959, pp. 401-414.
[40] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1960.
[41] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1960.
[42] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1967.
[43] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1974.
[44] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1986.
[45] Herder, Freiburg, 1965.
[46] Johannes Verlag, 1966.
[47] Kösel Verlag, Munich, 1969.
[48] Herder, Freiburg, 1971.
[49] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1971.
[50] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1972.
[51] Herder, Freiburg, 1972.
[52] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1979.
[53] Herder, Freiburg, 1980.
[54] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1980.
[55] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1983.
[56] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1986.
[57] Schwaben Verlag, Ostfildern, 1987.
[58] Adrianne von Speyr, Erde und Himmel; Band III, p. 2379. Citado por J. G. Roten, “Le due metà della luna. Le dimensioni antropologiche-mariane nella comune missione di Adrienne von Speyr e Hans Urs von Balthasar”, en Figura e opera, p. 151.
[59] Todos, publicados por Johannes Verlag, Einsiedeln.
[60] Todos, publicados por Johannes Verlag, Einsiedeln.
[61] Johannes Verlag, Einsiedeln, 1987.
[62] Citamos por la versión castellana: Adrienne von Speyr. Vida y misión teológica; p. 8.
[63] Ediciones Encuentro, Madrid (publicadas entre 1985-1990).
[64] Communio 10 (1988), edición española, pp. 284-288.
[65] Figura e opera, p. 83. El librito al que se refiere P. Henrici es: Wenn ihr nicht werdet wie dieses Kind, Schwaben Verlag, Ostfildern; 1989.