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Posts Tagged ‘Amor y responsabilidad’

—Trasfondo intelectual, pastoral y espiritual—

Las grandes obras no surgen de la nada en la mente de sus autores, si bien algunos requieren de muy poco para dar origen a productos complejos y profundos: apenas una vaga intuición, como una “chispa” de la cual brotan un sinfín de ideas como un fuego devorador o un “borbotón” que después se convierte en un impetuoso río de pensamientos. Pero estos son más bien casos excepcionales; las más de las veces las obras perdurables se gestan a través de lapsos de tiempo más o menos largos y se nutren de un sinnúmero de experiencias, propias o ajenas: como sucede con la formación de las estalactitas en las cavidades de la tierra, que aumenta de tamaño con cada gota de agua mineralizada que se sedimenta en ella o, mejor aun, como el crecimiento pausado pero ininterrumpido de un árbol, que se nutre de elementos muy diversos (agua, luz, tierra, gases).

A estas últimas pertenecen las obras literarias de Karol Wojtyla, especialmente las dramáticas. Aunque se comprenden por sí mismas con la atención debida, siguiendo el hilo de sus propios desarrollos, se tornan mucho más transparentes cuando se miran a la luz de las experiencias humanas de las que han nacido, de los problemas humanos que las han inspirado. No son meros productos de las cavilaciones de un intelectual o de las emociones espontáneas de un artista; cada una hunde sus raíces en momentos muy específicos de la vida de Wojtyla: las muertes de sus padres y de su hermano en su juventud, la invasión de su patria por parte del ejército Nazi durante la gran Guerra, su formación sacerdotal en la clandestinidad, las relaciones tirantes con el gobierno comunista, al término de la guerra, los encuentros decisivos con ricas personalidades, el trato frecuente con los jóvenes, los paseos y acampadas a mitad de la naturaleza…

El estudio que emprenderemos a partir de esta sesión de El taller del Orfebre de Karol Wojtyla nos exige tener un conocimiento, aunque sea elemental y como de soslayo, de algunos momentos importantes de su vida, con miras a vislumbrar su origen y comprender sus motivaciones. Por cuestión de tiempo, no podemos dar seguimiento puntual a toda su biografía, pero nos fijaremos con algún detenimiento en algunos pasajes de su historia personal que consideramos decisivos para la formación de esta obra, si no la más importante de su producción artística —este tipo de juicios siempre serán discutibles— sí al menos la más famosa en el mundo y la de mayor influencia en sus lectores. El punto de partida será su ordenación sacerdotal, pues ésta transformará de manera decisiva su forma de entender y de hacer el arte dramático para el cual estaba ricamente dotado.

Toda la información está tomada de la estupenda biografía del escritor norteamericano George Weigel: Biografía de Juan Pablo II. Testigo de esperanza,[1] pues, pese a su antigüedad y su falta de actualización, sigue siendo la mejor obra para conocer la historia de este gran hombre, dada las fuentes de las que pudo disponer el autor y a las entrevistas directas que tuvo con el biografiado. De todos modos, buena parte de los datos ha sido cotejada de fuentes secundarias de las que hemos podido echar mano, como las que hay en las introducciones de sus principales obras literarias, filosóficas y teológicas, traducidas a distintas lenguas (inglés, italiano, español).

Ordenación

Karol Wojtyla fue ordenado sacerdote el 1 de noviembre de  1946, en la capilla privada de la residencia episcopal del cardenal Stephan Sapieha. De esta manera culminaba el proceso de formación que había comenzado en el otoño de 1942, casi todos ellos transcurridos en la clandestinidad a causa de la guerra.

Doctorado

Partida

Debido a sus notorias aptitudes intelectuales, fue enviado casi de inmediato por el cardenal Stefan Sapieha a realizar estudios de doctorado en teología a la ciudad de Roma, en el Ateneo Pontificio de Santo Tomás de Aquino, de los padres dominicos, mejor conocido como “Angelicum”. El 15 de noviembre de 1946 tomó un tren que lo llevaría a París, pasando primero por Praga, Nuremberg y Estrasburgo; días más tarde de su llegada a la “Ciudad de las luces”, tomó otro tren que lo llevaría directamente a la “Ciudad eterna”, a finales de noviembre.

En Roma pasó los siguientes dos años dedicado a los estudios de la escolástica tomista y a la preparación de su tesis doctoral de la mano del teólogo Reginald Garrigou-Lagrange. Pero el Colegio Belga donde se hospedó durante esos dos años también fue relevante en la maduración de vocación sacerdotal, por partida doble: por un lado, conoció la “théologie nouvelle” que se gestaba en Francia, a través de los dominicos Marie-Dominique Chenu e Yves Congar y los jesuitas Jean Daniélou y Henri de Lubac, y que sería de gran relevancia veinte años después en el desarrollo del Concilio Vaticano II; por el otro, entró en contacto con el movimiento de los “sacerdotes obreros” y los “jóvenes obreros católicos” que habían surgido en Francia y Bélgica veinte años atrás y cuyo objetivo era llevar el evangelio a los mismos centros de trabajo por ser considerados tierras de misión.

Vacaciones

Meses después, durante el periodo vacacional del verano de 1947, tuvo oportunidad de conocer estos movimientos de forma directa en ambos países. En Bélgica, por ejemplo, pasó un mes en compañía de los mineros de la ciudad de Charleroi a través de la misión católica polaca, tal vez por la afinidad que sentía con ellos por el tiempo en que trabajó en la cantera de la fábrica química de Solvay durante los años de la guerra. Aparte de oficiar misa, escuchar confesiones e impartir clases de catequesis, visitaba a los trabajadores en las minas y en sus casas para conocer sus familias. Al término de esas vacaciones, en su camino hacia Roma, se detuvo en la ciudad de Ars, famosa por ser el lugar de residencia y de trabajo pastoral de San Juan María Vianney. Este sacerdote fue conocido por ser un “apóstol del confesionario”, ministerio al cual acudían personas de toda Francia en el siglo pasado, y con el que logró una profunda transformación de las conciencias de los hombres de su época.

Tesis

El 14 de junio de 1948, Wojtyla presentó el examen oral a través del cual obtuvo el doctorado en teología con estupendas calificiaciones, si bien en la tesis de grado no obtuvo la nota más alta, tal vez por algunas discrepacias teóricas que tuvo con su director de tesis que no fueron resueltas satisfactoriamente. Por falta de recursos económicos, su investigación no fue publicada antes de la presentación del examen correspondiente, como lo exigía el reglamento académico de la institución donde realizó los estudios, por lo que su contenido no pudo conocerse sino hasta mucho tiempo después.

La investigación de Wojtyla está escrita totalmente en latín y lleva por título Doctrina de fide apud S. Ioannem a Cruce (“La doctrina de la fe en San Juan de la Cruz”).[2] En ella se aborda la relación del hombre con Dios a través del acto peculiar denominado “fe”, que, más que un acto intelectual, debe considerarse como una unión “existencial” de la criatura con su Creador, debida a un obsequio de la gracia divina y no como fruto de la libertad humana. En este acto, el hombre “conoce” a Dios, pero no como conoce cualquier otro objeto del mundo sino, más bien, como se conocen dos personas, a través de la entrega recíproca en el amor, esto es, en la mutua pertenencia.

Las reflexiones presentadas por Wojtyla en su tesis doctoral son deudoras no sólo del santo de Fontiveros, sino también de su amigo Jan Tyranowski, cuya santidad de vida inserta en en el corazón de la vida cotidiana lo atraía tanto como el misticismo de Juan de la Cruz. Es probable, incluso, que la elección del autor y del tema a desarrollar en la tesis doctoral no sólo fuesen consecuencia de la enseñanza recibida de Jan Tyranowski, sino también una forma de discreto homenaje a su persona, ya que su amigo había muerto el año anterior —esto es, en marzo de 1947— y, por la distancia, los gastos y los estudios, no pudo estar presente para despedirlo.

Regreso

Con el término del verano, emprendió de forma inmediata el camino de regreso a casa, donde le esperaba ya el comienzo de su ministerio sacerdotal —pausados por los estudios de doctorado— aunque en ese momento no estaba en condición de saber dónde habría de emprender este trabajo.

Ministerio

Niegowic:

Parroquia de la Asunción de Nuestra Señora

El primer lugar a donde fue enviado Wojtyla por el cardenal Sapieha fue a la Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora, en el poblado de Niegowic, situado a unos veinticinco kilómetros de distancia de Cracovia, en dirección hacia el sureste. La parroquia estaba a cargo del P. Kazimierz Buzala, quien ya tenía por ayudante al P. Kazimierz Ciuba. Apenas llegó, acometió con gran responsabilidad la primera tarea que le fue encomendada: la educación religiosa en los colegios de educación básica de las cinco poblaciones vecinas, a los cuales se trasladaba en los automóviles de los feligreses de la parroquia.

En la parroquia, aparte de celebrar la misa, dedicaba buena parte de su tiempo a confesar a los feligreses: en parte, por la promesa que hizo a Dios en la ciudad de Ars de volverse un prisionero del confesionario, a semejanza de san Juan María Vianney; en parte, como forma de adentrarse en el drama de cada hombre que acudía a él para iluminar su existencia con discreción y sabiduría cristianas. Más a fondo, sin embargo, había profundas razones vocacionales, pues en el ejercicio de este ministerio veía una forma efectiva y concreta de sustraer su vida sacerdotal de una mera práctica burocrática.

Otro trabajo al que se entregó con gran celo fue a la atención de las familias. Éste no consistía sólo en la administración del sacramento del matrimonio o, llegado el caso, del bautismo de los hijos, sino en algo mucho más profundo, que perfeccionará con el paso de los años: el acompañamiento espiritual —también discreto, pero firme— de las parejas, especialmente si eran jóvenes y estaban en camino de contraer nupcias. Uno de los temas que no eludía abordar con ellas, a pesar de su evidente jueventud y su condición de consagrado, era el del apetito sexual, en el cual se fundaba inicialmente su mutua atracción.

Según Wojtyla, el apetito sexual es un don de Dios y está al servicio del amor. Puede ofrecerse a Dios, a través del voto de virginidad; o puede entregarse a otra persona, a través del matrimonio. Pero, en ambos casos, se subordina a un acto de amor, que en el fondo es un acto de libertad. El puro apetito sexual, dejado a su propia dinámica, puede llevar a un hombre a “usar” de otra persona, pretendiendo su satisfacción; incorporado al amor, en cambio, ofrece al hombre los motivos suficientes para llegar a la entrega de sí mismo, sin negar y renegar de su propia individualidad. En el amor, un hombre se cumple a sí mismo, al tiempo que realiza una afirmación de la otra persona en tanto persona.

Para acometer su trabajo pastoral con eficacia, Wojtyla echó mano del bagaje cultural y espiritual que había recibido en su juventud. Así, por ejemplo, replicó en su parroquia la dinámica del “rosario viviente” que aprendió de Jan Tyranowski en los años que frecuentaba la Iglesia de San Stanislaw de Kotska, a cargo de los padres salesianos, a principios de la guerra. Este “rosario” consistía en formar grupos de quince jóvenes —uno, por cada misterio del rosario— para ponerlos al cuidado inmediato de otro joven de mayor edad y responsabilidad. Su trabajo consistía en orientar el trabajo apostólico de los chicos, pero sobre la base de una intensa vida espiritual que, entre otras cosas, consistía en el examen personal de vida y la práctica individual de las virtudes. Wojtyla, a su vez, daba un seguimiento estrecho a estos jóvenes mayores y, en el cuidado de ellos mismos, sobre todo en el interés por sus propias vidas, les mostraba la forma concreta como ellos debían hacerlo con los más jóvenes. Se trataba más de una “amistad” cristiana que de un trabajo organizativo. En los tiempos de Tyranowski, el “rosario viviente” se llevaba a cabo en la completa clandestinidad, ya que las actividades asociativas estaban proscritas por los militares alemanes; en los años del ministerio de Wojtyla, el “rosario viviente” se practicaba de la misma manera, pues, aunque la guerra había terminado tres años atrás, estaban bajo el dominio del ejército ruso, que tampoco toleraba este tipo de actividades.

Por otro lado, Wojtyla introdujo entre los miembros de la parroquia el gusto por las obras de teatro, que, además de una actividad artística, era un vehículo eficaz para avivar la fe de los parroquianos y enardecer la memoria histórica del pueblo. Aunque el propósito del grupo teatral creado por Mieczyslaw Kotlarczyk en los tiempos de la guerra no era inmediatamente político, fue visto muy pronto por Wojtyla y los demás jóvenes que lo componían como una forma de “resistencia cultural”, pues a través de las obras de teatro y poemas épicos que pusieron en escena de forma clandestina en aquellos años de los artistas polacos más importantes del siglo XIX — Adam Mickiewicz, Julius Slowacki, Kiprian Kamil Norwid, Stanislaw Wyspianski, Jan Kasprowicz— salvaguardaron al mismo tiempo la historia del pueblo y la fe de los cristianos de la propaganda de la ideología nazi con la fuerza pura de la palabra viva (la base principal del “teatro rapsódico”, como le llamó Kotlarzycz a su concepción dramática, a falta de escenarios y utilería para las representaciones). En los años del ministerio de Wojtyla hacía falta también una “resistencia cultural”, ahora contra la propaganda de la ideología comunista, que estaba empeñada en imponer un ateísmo sistemático. En los pocos meses que estuvo en la parroquia puso en escena una obra titulada “El invitado esperado”, donde el personaje central es Cristo, que aparece al principio bajo la forma de un mendigo.

Aparte de su juventud, Wojtyla llamó la atención de los feligreses de la parroquia por algunos rasgos muy acentuados de su personalidad, que él, sin embargo, asumía con ánimo prudente y sigiloso. En primer lugar, por su evidente pobreza, pues ya desde el mismo día de su llegada a Niegowic llamó la atención que sus pertenencias se reducían prácticamente a lo que traía puesto: una sotana raída, un abrigo muy usado, unos zapatos gastados. En segundo lugar, por su caridad solícita, que con frecuencia lo llevaba a regalar las cosas que los parroquianos le regalaban para su uso personal a favor de personas aun más pobres, como abrigos y suéteres para él y cobertores y mantas para su cama. En tercer lugar, por su intensa piedad, que se reflejaba en las largas jornadas de oración en la soledad de la Iglesia, frente al Sagrario, así como el frecuente rezo del rosario.

Wojtyla estuvo sólo ocho meses en la Iglesia de la Asunción de Nuestra Señora. No obstante su pronta adaptación a la vida más bien provinciana de Niegowic, en medio de extensos campos de cultivo y la más o menos proximidad de los montes Cárpatos, muy pronto fue llamado por el cardenal Sapieha a desempeñar el mismo trabajo pastoral en la ciudad de Cracovia, sobre todo alrededor de los estudiantes universitarios, considerados por el cardenal como la generación próxima inmediata de los ciudadanos polacos, necesitada de ser salvaguardada de la perniciosa influencia comunista.

Cracovia:

Parroquia de San Florián

El segundo lugar a donde fue enviado Wojtyla para continuar su trabajo pastoral fue a la parroquia de San Florián, situada en la parte antigua de la ciudad de Cracovia. La parroquia, de cierta vitalidad pastoral y gran influencia cultural, estaba a cargo del P. Tadeus Korowski, quien contaba con la eficaz ayuda de los PP. Czeslaw Obtulowicz, Józef Rozwadowski y Marian Jaworski. Su misión inmediata fue apoyar las actividades de la capellanía universitaria, dirigidas por el P. Jan Piertraszko, abriendo un segundo frente de actividades pastorales en las comunidades universitarias, compuestas por estudiantes de la Universidad Jagellónica, el Politécnico de Cracovia, la Academia de Bellas Artes, el Collegium Maium y otras instituciones más.

El objetivo inicial de Wojtyla fue atraer la atención intelectual de los estudiantes universitarios y de los feligreses de la parroquia, exponiéndoles las excelencias del humanismo cristiano —en contraposición velada al ateísmo ideológico de los comunistas— a través de conferencias en las Universidades y de sermones en la Iglesia, muchas veces muy densos desde el punto de vista filosófico, que si bien no eran inmediatamente accesibles a los estudiantes y a los parroquianos, eran recibidas con beneplácito en razón de la personalidad de su expositor. Muy pronto, Wojtyla expandió su trabajo inicial a los círculos intelectuales situados más allá de la parroquia y de la capellanía universitaria.

Desde otro punto de vista, también buscó compartir cuanto había aprendido durante los años de su formación doctoral —tanto en Roma, como en Francia y Bélgica— sobre la renovación litúrgica, poniendo énfasis en ciertas iniciativas que hoy son consideradas del patrimonio común de la Iglesia pero que en aquellos años eran consideradas revolucionarias y eran vistas más bien con sospecha. Por ejemplo, enseñó a algunos jóvenes de la parroquia los cantos gregorianos, que por entonces estaban reservados a los monasterios, para formar un coro que acompañara algunas partes de la celebración de la misa, cosa que tampoco estaba bien visto en aquellas épocas. Igualmente, abrió el espacio para que los fieles que acudían a la celebración de la misa pudiesen participar también en las “respuestas” que son habituales en algunos momentos de la liturgia y que por entonces estaban reselvadas sólo a los monaguillos. Asimismo, enseñó a los estudiantes universitarios a usar los misales —en aquellos tiempos, de uso exclusivo para los sacerdotes— para que pudieran seguir más de cerca y de forma activa el desarrollo de la liturgia de la misa. Finalmente, aproximó a los jóvenes estudiantes a los textos teológicos que hablaban de la estrecha conexión que hay entre el culto divino y la vida cotidiana, con miras a rescatar una vieja idea de Jan Tyranowski de que la aspiración a la santidad no está reservada sólo a la vida consagrada, sino que se extiende a la totalidad de la vida humana.

Asimismo, Wojtyla aprovechó la existencia de la revista cultural católica Tygodnik Powszechny —fundada en Cracovia desde 1945, al término de la guerra, a instancias del cardenal Sapieha— para compartir por escrito sus impresiones sobre el trabajo pastoral realizado por los “sacerdotes obreros” de Francia, que tuvo oportunidad de conocer de forma directa en el verano de 1947, durante la pausa más o menos larga de los estudios de doctorado en Roma en razón de las vacaciones. Estas impresiones están recongidas en el artículo que apareció en la revista el 6 de marzo de 1949 con el título “Mission de France”, donde hace alusión al libro del abad Henri Godin que lleva por título la pregunta La France, pays de mission? (“Francia ¿tierra de misión?”).[3]

En este libro se habla de la creciente descristianización de Francia que tuvo lugar en el primer tercio del siglo XX, agudizada de manera alarmante por los estragos ocasionados por la reciente guerra. El abad Godin había observado que esta descristianización no sólo estaba presente en las lejanas zonas rurales, sino que se había apoderado lastimosamente de las ciudades, a tal grado que ya no podía constatarse en la consciencia de los hombres comunes y corrientes la tradición milenaria de la Iglesia. Con todo, el abad Godin no hacía tanto énfasis en el estado espiritual en que se encontraban los hombres de su tiempo, cuanto en el trabajo de transformación interior y de concreta inserción de los sacerdotes en las nuevas estructuras sociales —como las fábricas y las minas— para llevar el anuncio liberador del evangelio. A Wojtyla le atrajo, del libro del abad Godin y de la pastoral de los “sacerdotes obreros” que conoció en Francia, este último aspecto apenas mencionado, por ser una forma nueva, pero eficaz, de vivir la vocación sacerdotal.

También en la parroquia de San Florián Wojtyla tuvo oportunidad de poner a disposición de su trabajo pastoral sus cualidades teatrales, como ya lo había hecho primero en la parroquia de la Asunción de Nuestra Señora. Así, en la primera cuaresma que vivió en la parroquia, retomó con los jóvenes que asistían a ella la vieja tradición medieval de los “autos sacramentales”, que son la representación dramática de ciertos temas bíblicos, centrados sobre todo en la caída y la redención de los hombres. Asimismo, aprovechó la estancia en Cracovia para retomar la relación con sus antiguos compañeros que formaron el “teatro rapsódico” bajo la guía de Mieczyslaw Kotlarczyk, asistiendo a algunas representaciones que hacía en un teatro muy próximo a la parroquia y tomando parte ocasionalmente en las discusiones que había al término de las presentaciones.

Con todo, el trabajo al que Wojtyla dedicaba más tiempo en su apretada agenda pastoral era a las familias: en parte, porque en ellas aparecen los problemas más acuciantes de la existencia humana, como la vida, el amor, el trabajo, la educación, la enfermedad, el sufrimiento y la muerte; en parte, porque ellas constituían el principal foco de atención de los comunistas, ya que nada podía oponerse más a su influencia ideológica en la conciencia de las personas que el cuidado y el resguardo de las familias.

En cierto sentido, las estructuras sociales promovidas por los comunistas estaban diseñadas para ser un “ataque” velado, pero eficaz, a la naturaleza de las familias. En primer lugar, porque las viviendas eran demasiado pequeñas para disuadir a los matrimonios de tener muchos hijos o para que la llegada de éstos resultase un verdadero problema. En segundo lugar, porque las jornadas laborales de los padres, por un lado, y los horarios escolares de los hijos, por el otro, impedía en la práctica la indispensable convivencia de la familia. En tercer lugar, porque el sistema legal favorecía abiertamente prácticas disolutorias de la familia, como el divorcio y el aborto.

Así las cosas, Wojtyla no reducía su ministerio a celebrar los matrimonios, bautizar a los hijos y sepultar a los familiares, sino que visitaba a las familias en sus domicilios, les ofrecía alguna instrucción religiosa usando ciertas estructuras ya existentes en las parroquias (como los grupos de monaguillos o los coros de jóvenes) y los acompañaba a la distancia.

Una de las aportaciones pastorales más originales de Wojtyla a su trabajo en la parroquia de San Florián fue la implementación de las pláticas de preparación para el matrimonio, en 1950. Esto fue una verdadera novedad, pues en aquellos tiempos, el único contacto que tenían con la Iglesia las parejas que deseaban desposarse era puramente formal, relacionado con los documentos que debían entregar para la realización del sacramento. El contacto continuo y estrecho con los jóvenes le hizo entender la necesidad de prepararlos espiritualmente para el matrimonio en un doble sentido: por un lado, descubriéndoles el sentido del amor humano, a través de la entrega del propio ser para el bien de la otra persona, donde el apetito sexual juega también un papel relevante y no más bien secundario; por el otro, abriéndolos al significado teológico de la vida familiar, como imagen finita humana de la comunidad infinita trinitaria y divina.

Pero Wojtyla fue todavía más lejos, valiéndose de una feliz circunstancia. En 1951, el cardenal Sapieha autorizó la creación de una capellanía especial para el personal sanitario, lo que en la práctica permitió a Wojtyla incorporar a médicos y a enfermeras que acudían a ella en el trabajo pastoral con los futuros matrimonios. De esta manera, a la sólida formación espiritual de las jóvenes parejas se sumó al poco tiempo una eficiente formación sanitaria práctica. Y, considerando este mismo hecho desde otro punto de vista, abrió el trabajo pastoral que era de exclusiva competencia de los sacerdotes a la colaboración activa de los fieles laicos.

Docencia

El 23 de julio de 1951 murió el cardenal Sapieha, a los ochenta y cuatro años de edad. En la práctica, esto representó, a su vez, el término de la actividad pastoral de Wojtyla en la parroquia de San Florián, tras veintiocho meses de intenso trabajo, pues el administrador apostólico designado por la Santa Sede en espera del nombramiento del nuevo obispo para la arquidiócesis de Cracovia, Eugeniusz Baziak, le solicitó al poco tiempo que se dedicara a la docencia universitaria. Para ello, le ofreció dos años sábaticos, indispensables para preparar la llamada “tesis de habilitación” sin la cual no podría ingresar al mundo universitario. Para garantizar las mejores condiciones para este exigente trabajo intelectual, le pidió asimismo dejar la parroquia a partir del 1 de septiembre de 1951 para trasladarse a una residencia del arzobispado llamada “Casa del Deán”, donde estaría en compañía de otros sacerdotes que estaban en una condición análoga.

De todos modos, conociendo el celo apóstolico desplegado por Wojtyla en los primeros años de su ministerio, el administrador apostólico Eugeniusz Baziak le permitió continuar con algunas de las actividades pastorales desarrolladas hasta el momento en la parroquia de San Florián, como la celebración de la misa de los viernes primero de mes en la Iglesia de Santa Ana para los docentes y estudiantes universitarios, o las conferencias de teología y filosofía que impartía regularmente las noches de los jueves en la parroquia de San Florián, así como los ejercicios espirituales de cuaresma para todos los feligreses de la misma parroquia y también la misa diaria en la Iglesia de Santa Catalina, su nueva adscripción, en la que se hacía acompañar del coro de jóvenes que había formado en su antigua parroquia. La única condición que le puso a Wojtyla fue que, al término de los dos años sábaticos, la tesis de habilitación estuviese escrita, para presentar el examen que le permitiría acceder a la docencia universitaria.

El trabajo elaborado por Wojtyla en esos dos años sabáticos lleva por título “Evaluación de la posibilidad de elaborar una ética cristiana sobre las bases del sistema de Max Scheler”.[4] En ella se reflejan con claridad tanto las motivaciones como las inquietudes que ocupaban su pensamiento en aquellos años, centradas en el trabajo pastoral desarrollado en esos años. Sin abandonar los fundamentos adquiridos durante sus años de formación de sus estudios de la metafísica escolástica —fuertemente afincada en Aristóteles y Tomás de Aquino— se abría ahora a la exploración de las experiencias humanas en sus distintas dimensiones —tanto psicológicas como axiológicas— con miras a entender de manera cabal las vicisitudes de la existencia humana, sobre todo en el terreno ético.

La tesis fue revisada por tres profesores: Aleksandr Usowicz y Wladyslaw Wicher, de la Universidad Jegellónica, y Stefan Swiezawski, de la Universidad Católica de Lublín. De forma unánime, consideraron el trabajo como satisfactorio y accedieron a que el Consejo de la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica programara su defensa pública en una reunión especial el 30 de noviembre de 1953. Tras el examen de grado, tres días después, el 3 de diciembre de 1953, Wojtyla ofreció una “lección pública” ante la comunidad universitaria como requisito indispensable para obtener el nombramiento como profesor universiario. La lección tuvo por título “Un análisis del acto de fe según la filosofía de los valores morales”, en la que se aunan los pensamientos de San Juan de la Cruz y de Max Scheler. En 1954, la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica le concedió oficialmente el grado, pero no pudo recibir su nombramiento como profesor porque la Universidad fue suprimida por las autoridades del régimen comunista que gobernaban Polonia. Ese mismo año, sin embargo, fue invitado a dar clases de Ética en la Universidad Católica de Lublin, de creación más o menos reciente (1918).

Entorno

En los años en que se dedicó a elaborar su tesis de habilitación (1951-1953) y, con mayor claridad, en los años que siguieron a continuación hasta su elección como obispo auxiliar de Cracovia (1958), en los que estuvo entregado sobre todo a la docencia en la Universidad Católica de Lublin (desde 1954), ocurrió para Wojtyla un hecho admirable: los diversos jóvenes que conoció en la parroquia de San Florián y a través de la capellanía universitaria comenzaron a buscarlo con mayor frecuencia; al principio, movidos por la dinámica de las iniciativas pastorales, como el coro, las conferencias y los retiros, pero después ya sin la mediación de las estructuras eclesiásticas habituales. Muchos de ellos todavía estudiaban la Universidad, pero otros estaban por casarse o por incorporarse a la vida laboral, pues estaban en las fronteras de la vida adulta, no obstante que seguían siendo jóvenes.

Estos jóvenes acudían a él atraídos por las cualidades que delineaban con claridad su ministerio sacerdotal. En primer lugar, por el respeto profundo que tenía por la libertad de cada uno. A ninguno de ellos decía lo que tenía que hacer o las decisiones que debían tomar; antes bien, entendía que la responsabilidad sobre las distintas vicisitudes de la vida era un asunto estrictamente personal. En segundo lugar, por la gran disposición que tenía para escucharlos. No importaba sobre qué asunto se acercaran a conversar con él —los estudios, la religión, el trabajo, los amores, las dudas vocacionales, los hijos, la vida misma— siempre lo encontraron dispuesto al diálogo e incluso interesado de manera viva. En tercer lugar, por el clima de apertura que se suscitaba a su alrededor. En su compañía se sentían impulsados a expresarse libremente sobre cualquier cosa —aunque no compartieran sus puntos de vista y muchas veces los expresaran con vehemencia— porque no había censura de ningún tipo. En cuarto lugar, porque en ningún momento mantenía con ellos una relación “clericalista” —ni en las actividades parroquiales ni en los paseos por el campo— si bien sabía mantenerse a distancia con firmeza de una banalización de su condición sacerdotal. De esta manera, lo veían trabajar por igual que las demás personas incluso en las actividades más elementales, como acomodar sillas, lavar los platos, tirar la basura, tomar el transporte público o caminar. Tal vez por ello lo trataban con familiaridad, pero sin menoscabar su dignidad, hasta en el uso de las palabras, que delante de él se empleaban de manera formal.

Primer círculo:

Los chicos del coro en la Iglesia

Los primeros que se aproximaron a él fueron los chicos del coro, que Wojtyla había formado en la parroquia de San Florián en febrero de 1951 con estudiantes del politécnico de Cracovia y de la Universidad Jagellónica. Al comienzo, sólo se reunían en las instalaciones de la parroquia para preparar los cantos; con el paso del tiempo, lo hacían en sus propias casas. Esto permitió a Wojtyla conocer a sus familias y estrechar los vínculos con cada uno. Al mismo tiempo que los introdujo a una vida de piedad más profunda, con la práctica de los sacramentos, la celebración de la misa por ellos con diversos motivos (cumpleaños, exámenes), el rezo de la oración litúrgica, los involocró poco a poco en un intenso trabajo pastoral, como atender a las necesidades de las personas pobres o enfermas, que no tenían los suficientes recursos para solventarse ni acceso a los servicios de salubridad. Sobre todo, los impulsó a relacionarse con otros jóvenes fuera de su propio círculo que estuviesen necesitados de tener amigos.

Cuando Wojtyla se trasladó a su nueva residencia, estos jóvenes lo acompañaron con frecuencia para cantar en la misa de las seis de la mañana, que él celebraba todos los días en la Iglesia de Santa Catalina, no muy lejos de la “Casa del Deán” donde vivía. La relación entre todos se volvió tan estrecha que comenzaron a verse a sí mismos como una pequeña “familia” (en polaco, rodzinka), en la cual Wojtyla se volvió de forma muy natural el “tío” (wujek, en polaco). Ciertamente, la finalidad inmediata de estos términos era de seguridad, pues con ellos pretendían eludir los sistemas de vigilancia de los comunistas, que no gustaban de este tipo de reuniones religiosas, que consideraban disidentes y que, además, estaba proscritas por la ley. Pero también sirvieron para expresar el clima humano —lleno de confianza, además de calidez— que había entre todos ellos.

Segundo círculo:

Los estudiantes universitarios

Más allá de este grupo inicial, generado por la atracción del canto, empezaron a existir otros que obedecían a otras finalidades, pero que de alguna manera seguían la misma dinámica. Con los jóvenes que estudiaban física en la Universidad, por ejemplo, organizó una serie de diálogos académicos donde se confrontaban abiertamente diversos temas, como la existencia de Dios o el cosmos como vestigio divino. Estos diálogos continuaron con proyectos intelectuales más ambiciosos cuando estos jóvenes terminaron la Universidad y se doctoraron, como estudiar la Suma teológica de Tomás de Aquino para confrontar su visión metafísica de la naturaleza con la imagen mental que tienen los científicos sobre el cosmos. Wojtyla trabó una amistad muy estrecha con algunos de ellos y cada año se daban la oportunidad de ir todos juntos a las montañas Bieszczady, en el sureste de Polonia, casi en las fronteras con Ucrania, para esquiar.

La proliferación de estos grupos, tan distintos entre sí, pero reunidos en torno a la persona de Wojtyla dio lugar, con el paso del tiempo, a la existencia de lo que años más tarde él denominó su “entorno” vital (Srodowisko, en polaco). Se trataba de un grupo de más de doscientas personas, entre varones y mujeres, muchas de ellas insertas ya de lleno en las vicisitudes de la vida adulta, con quienes Wojtyla asumió una íntima responsabilidad. Si bien había dejado formalmente de pertenecer a una parroquia, a todas estas personas las consideró su “parroquia” espiritual, sin estructura administrativa y sin territorio determinado, lo cual le permitió implementar un trabajo pastoral más libre con ellas.

Presencia

Notas

A este trabajo pastoral con su “entorno” vital Wojtyla lo llamó “ministerio de acompañamiento”. Éste no consistía en otra cosa más que en su presencia continua en la vida cotidiana de las personas, pero no como un “espectador” de todas sus vicisitudes; tampoco como un “testigo” que registra los acontecimientos, sino precisamente como un “compañero”, es decir, como alguien que va “al lado” de la otra persona, que se mantiene “cerca” de ella, mientras cruza por ciertas circunstancias: quizá para infundirle valor; tal vez para darle certeza. Este ministerio era sumamente exigente, pues implicaba renunciar continuamente a dos tentaciones muy grandes, que en casos análogos son muy frecuentes: por un lado, entrometerse en la vida íntima de las personas; por el otro, dominar despóticamente sus conciencias.

Fundamento

Ciertamente, no se trataba de una simple compañía “humana”, como la que un amigo entabla con otro amigo en el transcurso de la vida, fundada, entre otras cosas, en intereses comunes y afinidades emocionales. Wojtyla sabía que ofrecía su acompañamiento a todas estas personas como “sacerdote” y, por lo tanto, como alguien autorizado por la Iglesia a través de un sacramento para ser en medio de todas ellas “alter Christus”. El fundamento de este ministerio, por tanto, era teológico, y se basaba sobre dos principios muy queridos para Wojtyla: por un lado, la “encarnación”, cuando el Verbo divino, que existía desde siempre, tomó carne humana con la única finalidad de poner su morada entre los hombres (Jn 1, 14); por el otro, la “pasión”, cuando Cristo llevó sobre sus espaldas todos los pecados humanos, simbolizados en la cruz, para redimirlos en el Gólgota (Mt 27; Mc 15; Lc 23; Jn 19).

Método

Un ministerio como este se distingue, sobre todo, por su “discreción”. Ésta no consiste en un silencio cómplice ante las flaquezas y los errores humanos, cuanto en un acto de prudencia a través del cual, sin embargo, puede ofrecerse a cada persona los elementos indispensables para un juicio ponderado, pero sin componendas, sobre su situación humana y las resoluciones a tomar a favor de ella, pero sin medias tintas. Se trata de un acompañamiento que “juzga”, pero no condena, pues no tiene por cometido reparar en las deficiencias de cada hombre, sino en conducirlo al descubrimirnto seguro de la verdad. Su juicio, por tanto, no es propiamente ético, sino veritativo (que no excluye, sin embargo, la dimensión moral).

Pese a su parquedad, las palabras de Wojtyla que mejor expresan la naturaleza de este ministerio de acompañamiento que puso en práctica continua con aquellos jóvenes en esos años de dispensa pastoral se encuentran en una carta que escribió a su amigo Mieczyslaw Kotlarczyk a los pocos días de su ordenación sacerdotal. El motivo externo era ofrecerle una disculpa por no asistir a la reunión de aniversario de la compañía teatral fundada por él. Tras invitarlo a ver en ese hecho un designio divino, inmediatamente le indica el “espíritu” con el que le hubiese gustado estar presente en esa celebración. Dice:

“Así es como yo lo veo: debería estar presente en vuestra actividad, exactamente como un sacerdote debe estar presente en la vida en general; debe ser una fuerza impulsora oculta. Sí, pese a todas las apariencias, ése es el deber principal del sacerdocio. Las fuerzas ocultas habitualmente producen las más enérgicas acciones…”.[5]

Formas

Al principio, Wojtyla ofreció este acompañamiento a los jóvenes de su “entorno” vital bajo las formas tradicionales que había aprendido en el trabajo pastoral de la parroquia de San Florián. Se basaba, ante todo, en la administración de los sacramentos, la celebración de la misa y la oración comunitaria. Se extendió, después, a las estructuras más dinámicas de la vida de la parroquia, como los cantos del coro, las conferencias de formación, los retiros de cuaresma, la ayuda a los más necesitados. Posteriormente, abarcó modalidades novedosas en su tiempo, como los paseos por los campos, las acampadas en las montañas, las salidas para hacer esquí o para navegar en kayak.

Pero el acompañamiento más efectivo que Wojtyla podía darles estaba en la misma vida, en la condivisión de las penas y las alegrías de todos los días.[6] Éste, por eso, se fue modificando conforme las circunstancias de cada integrante de su “entorno” vital se volvía más compleja. Primero, estuvo centrado en los estudios, en la búsqueda de la verdad en cada materia y en la disciplina para acometer con éxito los exámenes (Wojtyla solía ofrecer una misa por ellos, antes de las pruebas escolares). Después, hizo frente a las elecciones vocacionales, en especial a la vida matrimonial (no fue infrecuente que muchos jóvenes que se conocieron en estos círculos se casaran entre ellos con el paso del tiempo). Más adelante, estuvo presente en el nacimiento de los hijos (antes del parto, haciendo una meditación preparatoria con las futuras madres; después del parto, bautizando a los pequeños o bendiciéndolos mientras dormían en sus cunas). Conforme las familias se establecían y crecían, fomentando todas las actividades al aire libre que se han mencionado: los paseos y las acampadas, con juegos de conjunto, cantos y recitaciones alrededor de la fogata y los deportes de ocasión (como el kayayk y el esquí).

Intelecto

Un elemento central del acompañamiento de Wojtyla a los jóvenes fue el intelectual. Tenía la extraña virtud de saber aproximar a los jóvenes a los temas cruciales de la vida poniendo en juego sus pensamientos. Si bien lo hacía de manera cordial, a través de conversaciones ocasionales y en contextos más bien relajados —como las veladas en las montañas y en los ensayos del coro— lo hacía también de forma exigente y decidida.

Los jóvenes de aquellos años recuerdan la “seriedad” con la que acometía los temas más profundos, que no provenía tanto de una actitud magisterial o de un acartonamiento clerical, sino de la materia misma: la vida, el destino, el sufrimiento, el trabajo, pero sobre todo el amor, en sus diversas facetas: el enamoramiento, el matrimonio, los hijos; y, en otros respectos, la entrega, la fidelidad, la crisis del desamor y el renacimiento del amor. De manera particular, un tema que aparecía con frecuencia en aquellas conversaciones era la integración del apetito sexual en la donación recíproca que implica el amor y, junto con él, el papel del pudor en las relaciones amorosas y la importancia de la castidad en el matrimonio. Wojtyla no sólo buscaba que los jóvenes “vivieran” bien este momento fundamental de la existencia personal, sino deseaba que lo “entendieran” mejor en todas sus implicaciones. Y no les ahorraba las fatigas en sus mentes para conseguirlo.

A este fin, puso en juego los talentos intelectuales más altos de los que estaba dotado: la reflexión filosófica y su sensibilidad artística. Ambas cosas eran, en él, resultado de la actividad del pensamiento, bajo formas muy precisas: el análisis, por un lado; la meditación, por el otro. Ambos actos coinciden en su punto de partida: la contemplación; y tiene en común el punto de llegada: la verdad. Difieren, sin embargo, en la manera de pasar de un punto al otro. El primero lo hace a través de conceptos, engarzados en argumentos; el segundo lo lleva a cabo a través de imágenes, que se suceden en escenas. Justamente por eso, la verdad se conquista de manera distinta con cada acto: en el primero, bajo la forma de la persuasión; en el segundo, bajo la forma de la motivación.

Obras

La aplicación de estos talentos intelectuales de Wojtyla en los problemas acerca del amor y la sexualidad que llenaban de preguntas a aquellos jóvenes dieron como fruto dos obras de gran envergadura —una en el campo filosófico y otra en el campo literario— que vieron la luz en el mismo año, si bien no simultáneamente: la primera fue Amor y responsabilidad,[7]publicada por la Sociedad Científica de la Universidad Católica de Lublín con el escueto subtítulo “Un ensayo ético”; la segunda fue El taller del Orfebre,[8] publicada por la revista Znak con el extraño subtítulo “Meditación sobre el sacramento del matrimonio, expresada a veces en forma de drama”.

Desde la primera lectura, ambas obras muestran su recíproca proximidad. A veces se ha pensado que El taller del Orfebrees una “traducción poética” de Amor y responsabilidad, para sortear su aridez filosófica, dada la complejidad de sus argumentos. También se ha llegado a pensar que Amor y responsabilidad es una “explicación filosófica” de El taller del Orfebre, para dar mayor fuerza racional a su verdad poética.

En la mente de su autor, en cambio, ambas obras son concebidas como dos formas válidas de acceso a la misma problemática, cada una con un planteamiento y con una metodología propias. La vida humana es tan misteriosa y sus problemas centrales tan profundos, que no es posible adentrarse a ellos en busca de su verdad con un solo camino intelectual. Censurar uno de estos caminos o privilegiar uno de ellos en detrimento del otro, lo hubiese considerado como un reduccionismo arbitrario de la actividad del pensamiento pero, sobre todo, una deslealtad ante la verdad de la vida.

Amor y responsabilidad

Es posible rastrear con cierta precisión el origen de la primera obra. Su elaboración doctrinal se remonta al curso de ética sexual que Wojtyla impartió en la Universidad Católica de Lublín en el año académico de 1957-1958, poco antes de su nombramiento como obispo auxiliar de la ciudad de Cracovia. A partir de su incorporación a la Facultad de Filosofía de esta Universidad en 1954, Wojtyla impartía periódicamente dos tipos de cursos: los introductorios, para los alumnos de los primeros años, sobre ética filosófica general; los avanzados, para los estudiantes de los últimos años, sobre temas monográficos.

Aunque el manuscrito de los cursos monográficos era preparado minuciosamente en el transcurso del año, Wojtyla no se limitaba a leerlos en las clases, como hacían habitualmente otros profesores, sino entablaba un auténtico diálogo con los estudiantes, fomentando un arduo, pero satisfactorio, ejercicio de pensamiento en el aula, cuya última intención era llegar a la admiración de la verdad de los problemas discutidos.

Wojtyla había sometido a discusión buena parte del material académico que había preparado para este curso con estudiantes procedentes de distintas carreras universitarias —fundamentalmente de filosofía, psicología y medicina— en unas vacaciones de verano que pasó con ellos en la región lacustre de Masuria, situada al noreste de Polonia, muy cerca de la frontera con Lituania. Antes de partir a dicha región, Wojtyla había hecho llegar a los estudiantes grandes extractos del manuscrito y había solicitado a algunos de ellos que hiciesen una presentación de algunos capítulos para discutirlos después con los demás participantes en el momento oportuno. Sin embargo, su principal interés en estas discusiones no era constatar la solidez de sus argumentos, sino más bien su pertinencia para la vida de cada uno, desde el punto de vista práctico, pero también en el existencial.

El taller del Orfebre

Por desgracia, de la otra obra no es posible hacer una reconstrucción semejante acerca de su origen. Ninguno de los miembros de su “entorno” vital supo de su existencia hasta que la vieron publicada en la revista. De hecho, ni siquiera supieron de manera inmediata que su autor era Wojtyla porque apareció con el escueto nombre de “A. Jawien”, pseudónimo con el que solía publicar sus obras artísticas.[9]

Sin embargo, ya desde su primera lectura vieron en ciertos pasajes de la obra algunos momentos muy particulares de sus vidas y creyeron ver, incluso, en determinados personajes de la misma algunos rasgos de sus personalidades, incluida la del propio Wojtyla.[10] Pero, sobre todo, encontraron en ella, retratadas con vivacidad, sensibilidad y discreción, la dramaticidad de sus preguntas, junto con una forma original de adentrarse a sus respectivas verdades. La obra les hablaba, de nueva cuenta, de la “belleza” del amor humano y renovó en ellos el deseo de encontrar un “amor hermoso”, en medio de las vertiginosas y cambiantes circunstancias de la vida.

* Notas de clase del curso “Poesía y verdad en Karol Wojtyla”, impartido en el aula virtual del Centro de Investigación Social Avanzada (Cisav), de la ciudad de Querétaro, junto con los profesores Rocco Buttiglione (Italia) y Alfred Wierzbicki (Polonia), durante el otoño de 2021. El documento puede descargarse en formato pdf pinchando en el siguiente enlace: Diazolguin (El taller del Orfebre. Su trasfondo intelectual, pastoral y espiritual).

[1] Plaza & Janés, Barcelona, 1999.

[2] Bac, Madrid, 1980.

[3]  Du Cerf, Paris, 1943. Un interesante artículo sobre este tema puede leerse en el artículo de Juan Luis Lorda “¿Francia, tierra de misión? El impacto de una propuesta (1943)”, en el siguiente portal electrónico: https://omnesmag.com/recursos/francia-tierra-de-mision-el-impacto-de-una-propuesta-1943/.

[4] Bac, Madrid, 1982. En español, la obra tiene un título un tanto distinto.

[5] Citada en G. Weigel, op. cit., p. 122.

[6] El primer párrafo de la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, dice al respecto: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia”.

[7] Palabra, Madrid, 2008.

[8] Bac, Madrid, 1980.

[9] No son claras las razones por las cuales Wojtyla usaba pseudónimos para publicar sus obras poéticas y dramáticas. Tal vez la más determinante es que de esta manera ocultaba a las reacias autoridades comunistas su identidad como sacerdote y después domo obispo para evitar la censura y la persecución políticas. Es posible también que se deba a un cierto pudor espiritual que lo impulsaba a silenciar su nombre en obras que fácilmente se prestan a la vanagloria y el exhibicionismo, actos muy lejanos de su concepción de vida.

[10] El personaje “Adán”, que aparece como un personaje casual en el segundo acto y se torna fundamental en la conclusión del tercero, puede verse a un tiempo como una elaboración literaria de la tarea pastoral sacerdotal pero también como un esbozo poético del mismo Wojtyla, del papel que desempeñaba en la vida de los jóvenes con los que estaba íntimamente vinculado.

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